Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Hemos celebrado los cristianos la encarnación del Hijo de Dios y su nacimiento de santa María, Virgen y Madre, que culminará con su triunfo sobre el pecado y la muerte en su resurrección gloriosa del sepulcro en Jerusalén. Encarnación y Resurrección son los extremos que enmarcan el misterio que eleva nuestra carne mortal, al unísono del mundo material, hasta la misma esfera y morada de Dios. Ningún creyente tiene a su Dios tan cercano, encarnado y hermanado, como el Dios cristiano; y ningún hombre ha sido encumbrado hasta la altura de su Dios como el creyente cristiano. Humanización de Dios y divinización del hombre solo por amor.
De este misterio le habló el ángel a María en Nazaret, y ella se estremeció ante tamaña propuesta de salvación. El ángel le comunicó la suprema y última razón: “Pues nada es imposible para Dios”. Si lo que Él proyecta le fuera imposible, sencillamente no sería Dios. María creyó: “Que se cumpla en mi tu palabra”, y se vio implicada como nadie en esta maravillosa y dramática aventura, la historia de nuestra salvación. Sujetos y protagonistas iniciales lo fueron Dios y el pueblo de Israel. María es ya la cumbre y aurora de la salvación. En la medida en que “El Hijo del Altísimo” iba tomando forma en sus entrañas, su mente y su corazón se iban iluminando con la luz salvadora de Dios, e iba comprendiendo el protagonismo que a Ella le correspondería en el esplendor de la salvación. Ante tan grande misterio, san Lucas anota que María “conservaba y meditaba todo en su corazón”. De allí él tomaría enseñanza para su evangelio. Al retirarse el ángel de su presencia, Ella se quedó sola y asumió, con responsabilidad y sin estridencias, su misión de Madre del Salvador.
La técnica narrativa de san Lucas nos presenta sus personajes en parejas contrastadas y complementarias. En ellas podemos mirarnos frente al Salvador. María santísima aparece siempre como la mujer dialogante y la escrutadora atenta de la Palabra de Dios; san José, en cambio, es el servidor fiel y silencioso, descifrador de sueños a la luz del Espíritu Santo; así descubrió el misterio en que se vio envuelto, y puso por nombre al niño: “Jesús”, el Salvador. Y mientras, allá en el cielo los ángeles cantaban a coro la gloria de Dios que contemplaban en el recién nacido, aquí, en la tierra, los pastores adoraban, en el Niño recostado en el pesebre, a uno de los suyos. Nos encontramos después con la entrañable pareja de ancianos: a Simeón, despidiéndose agradecido del antiguo Testamento por habernos dado al Salvador, a quien cantó como “la Gloria de Israel y la Luz de las naciones”; y a Ana, la anciana catequista, quien “se presentó dando gracias a Dios y hablando del niño a cuantos esperaban la liberación de Jerusalén”.
San Mateo, por su parte, pondrá también su rúbrica en Belén. Unos reyes de oriente llegarán preguntando por el recién nacido “rey de los judíos”. Sólo con oírlo, “el rey Herodes comenzó a temblar, y lo mismo que él toda Jerusalén”. Los magos lo habían dejado plantado, y el rey, iracundo y tembloroso, prepara su desquite con unos inocentes. Como siempre. Ya se lo había preanunciado Simeón a María: “Mira, este niño está colocado de modo que todos en Israel o caigan o se levanten. Será un signo de contradicción”. Todo se ha cumplido: Ante el pequeño niño, o ante su “pequeño rebaño”, se pondrán a temblar los Herodes de todos los tiempos, los que han sido y los que serán. Y María, su madre, la de la espada en el corazón, estará atenta para consolar a los suyos, a los hermanos de su Hijo, siempre de pie junto a su cruz.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 14 de enero de 2024 No. 1488