Por Mauricio Sanders

No amo mi patria, pero amo a mi paisano Celedonio Caldera, propietario de un rancho de vacas en Santiago Tapextla, un lugar de Oaxaca pegado a los límites con Guerrero, como a una hora en coche de Cuajinicuilapa, ciudad de diez mil habitantes sobre la Carretera Costera. Celedonio, alto y fuerte, es de la mera Costa Chica, a donde es común que los mestizos mexicanos tengan el pelo chino y la nariz chata.

EL TESORO MÁS PRECIADO

La posesión más preciada de Celedonio Caldera no es sus terrenos ni sus vacas, gallinas y guajolotes, ni los cocoteros ni los mangos afuera de sus dos casas, la vieja, que es de adobe, y la nueva, que es de tabicón. Tampoco es la pick-up seminueva que se compró con el dinero que le mandaron sus hijos que trabajan en Estados Unidos. Su posesión más preciada es un guanabanito que apenas está creciendo a la mitad del patio entre las dos casas. Celedonio acaricia, acicala y apapacha a su arbolito, esperando a que le dé guanábanas.

Con su esposa, Celedonio cría a las hijas de uno de sus hijos braceros. Una de estas niñas es muy inteligente. Sin haber visto en su vida un juego de memoria, le ganó tres de tres partidas a su contendiente güerito de escuela bilingüe de ciudad grande. Celedonio resultó ser malísimo para jugar memoria. En vez de concentrarse, contemplaba y admiraba a su nieta, bonita, limpia y morena, de viva inteligencia, que cultiva con medios como el mar, el manglar, una escuela pública sin biblioteca y un celular con TikTok.

DIVERSIÓN MUTUA

Durante algunos días, Celedonio me dio hospitalidad. Me atiborró de tortillas, queso fresco y del mole de pescado que preparaba su esposa. Me repletó de agua de coco. Como yo era el defeño que le encomendó un conocido en común, Celedonio se me pegó como sombra durante mi estancia. Sin duda disfrutó de la encomienda, pues mis arreglos y quehaceres de campista le daban mucha risa. En la tarde, ya con el fresco, se sentaba a curiosear mi vida complicada de viajero en cámper. “Oooh”, reía Celedonio con su risa de sonidos redondos, como burbujas de atole al hervir, mientras yo cocinaba el desayuno en una estufa portátil.

Si yo fui divertido para Celedonio Caldera, él lo fue para mí. La más graciosa de las historias que me contó fue la del concurso regional de ordeña que ganó. Al contarla, Celedonio se refería a sí mismo como “el Negro”, en tercera persona.

En el concurso, el Negro de antebrazos como ramas de parota y manos a prueba de calambres era el contrincante a vencer por los ganaderos de la región. Tramposos de saga nórdica, le pusieron muchachitas guapas a izquierda y derecha, para que se distrajera mirándoles las piernas y coqueteándoles con piropos de viejo rabo verde. Pero el Negro no tragó el anzuelo y el Negro ordeñó cinco cubetas en tiempo récord, porque el Negro no tiene canicas en la jupa. Por racista y sexista, la historia de Celedonio Caldera sería censurada por la inquisición progre de la Ciudad de México.

UN MESTIZO, HISPÁNICO, CATÓLICO

No amo mi patria, pero amo a un hombre como el Negro Celedonio, quien nunca contaría su historia llamándose a sí mismo “el Afromexicano”. Mientras fui su huésped, pude mandar a volar la corrección política, que constriñe el habla y, por tanto, el pensamiento de los urbanícolas universitarios clasemedieros, que, por moda, clasifican a los hombres según categorías que quizá tengan sentido en las anglosajonas protestantes Memphis o Montgomery, pero no en el mestizo hispánico católico Santiago Tepextla, Oaxaca, México.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 14 de enero de 2024 No. 1488

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