Por Mauricio Sanders

Aunque nada más tiene tres sílabas, “México” es una palabrota: condensa mucho significado en poco signo. Se dice fácilmente, sin considerar que designa un ente abstracto, una persona moral cuya realidad se asemeja a la de una A.C. o una S.A. de C.V. “México” es real en un papel. En cambio, Celaya, Iguala, Malinalco, Saltillo o Zacatecas tienen una realidad que se escucha, huele y toca.

Lo que uno se imagina primero al decir la palabrota es un mapa político. Si eres de imaginación vívida, a lo mejor hasta te imaginas el mapa con sus 32 divisiones, que también son entidades jurídicas. El estado libre y soberano de Quintana Roo, por ejemplo, pertenece a la misma familia que los dragones chinos o el número e. Este mapa político no es el único que podrías imaginar.

Cada uno de los mapas imaginables se podría ubicar sobre diversos puntos en una escala de realidad. En un extremo de esa escala, se encuentra la abstracción pura y, en el otro, la absoluta concreción.

Muy cerca del extremo abstracto se ubica el mapa de distritos electorales federales, que se dibuja dividiendo la población total de México entre 300. Por lo contrario, más concreto resulta el mapa por zonas militares, que se traza pensando en sierras que hay que trepar, ríos que hay que cruzar, impedimenta que hay que cargar. Un soldado no lleva el mismo equipo para los pantanos de Tabasco que para los desiertos de Chihuahua.

El mapa de Orozco y Berra

No soy el único loco que se pone a pensar en las distintas formas de mapear México. A saber, quizá inspirado en Montesquieu, el emperador Maximiliano comisionó al historiador Manuel Orozco y Berra para que elaborara una propuesta de división territorial que tuviera en consideración la realidad: factores climáticos, características ecológicas, unidad histórica, homogeneidad étnica, etcétera.

Ese mapa, que nunca llegó a utilizarse, tiene más de cincuenta divisiones territoriales. Ahí hay bonitas posibilidades que la ley no parió, como Ejutla, Teposcolula y Tehuantepec, que buscaban reconocer las diferencias que hay en las regiones que hoy están emplastadas en el considerablemente difícil de gobernar estado de Oaxaca. Cosa notable, la división realizada por Orozco y Berra tomaba en cuenta, sin calcarlo, en el mapa de México dividido por diócesis.

Las divisiones en que hoy partimos México pasan por alto elementos como los del malogrado mapa imperial. Si los hubieran considerado desde la Independencia, tal vez nos hubiéramos ahorrado los cincuenta años de pronunciamentos que hubo por implantar la ficción de un dizque federalismo que nada más buscaba centralizar el poder en la Ciudad de México.

Quizá hoy habría estados que se llamarían El Bajío o La Huasteca, naturalmente establecidos sobre bases antiguas, y no sobre la necesidad de debilitar poderes locales que amenazaban al gobierno central. La Federación luciría menos, pero los municipios no serían la muñeca rota y fea de la Unión.

La “patria chica” pesa

El malogrado mapa no es del todo inútil. Nos sirve para reflexionar que los pueblos, ciudades y regiones de México, que se pueden percibir por los sentidos, importan más que los Estados Unidos Mexicanos, que nada más tiene la triste existencia de los actos jurídicos. “Municipio Libre” no nada más es el nombre de un tramo del Eje 7 Sur.

En México, la patria chica todavía pesa. En nuestro país están latentes ideas y sentimientos muy semejantes a lo que un italiano de la Toscana quiere decir cuando dice “mio paese” o un francés de Normandía cuando dice “mon pays”. La historia patria es un mosaico bizantino de microhistorias.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 17 de diciembre de 2023 No. 1484

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