Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

“¿Hay un modo más triste de suicidarse un pueblo, que el de quedarse, poco a poco, mudo?”

Casi cinco siglos después que llegó el idioma español a estas tierras, declárase oficialmente idioma nacional. Según la ley, los mexicanos hablamos castellano. Según la gramática y el sentido común, lo medio hablamos, lo hablamos a medias o de plano qué mal lo hablamos; tan mal, como cierto locutor de TV, que ya es decir.

Aunque disponemos de un idioma riquísimo, no empleamos más allá de mil quinientas palabras. La conocida frase que repetimos de continuo “no tengo palabras para expresar…”, adquiere entre nosotros una trágica realidad. No tenemos palabras y las pocas que tenemos no dan para frases coherentes, argumentos válidos y razones certeras. Tiene toda la razón Antonio Gala: “¿Hay un modo más triste de suicidarse un pueblo, que el de quedarse, poco a poco, mudo?”

Los mexicanos somos pobres hasta de palabras. Por eso recurrimos a vocablos de fácil digestión y a frases hechas, repetidas hasta el infinito y carentes de espontaneidad. Nuestro castellano es muy light. Y nuestra conversación cotidiana, una machacona repetición de expresiones gastadísimas como ropa usada. Oigan ustedes.

En un velorio: No somos nada. Al repasar los problemas actuales: ¿A dónde vamos a dar? En tiempo de elecciones: Qué sucia es la política. Al regresar de compras: Pero qué caro está todo. En un cumpleaños: Cómo pasa el tiempo. En un accidente automovilístico: Lo importante es que a ti no te pasó nada. Después de la operación quirúrgica: Salió bien (aunque debería decirse: Salió vivo). En un encuentro deportivo: Lo importante no es ganar, sino competir. Ante un enfermo desahuciado: Hay que hacerle la lucha. Después de perder un partido balompédico: Jugamos mejor, merecíamos ganar.

En un banquete de bodas: Cómo tardan en servir. Ante cualquier problema: La muerte es lo único que no tiene remedio. En un discurso político: Estamos por salir del atolladero (frase estrenada hace un siglo). Entre señoras otoñales: Qué bien estás. En una discusión moral: No hay que confundir la libertad con libertinaje. En un avión: No hay distancias.

Frente a cualquier fracaso: Ni modo. Ante el fallecimiento de un anciano: ¿Qué edad tenía? Ante el nacimiento de una criatura: ¿Qué fue? En tertulia de señoras: Todos los maridos son iguales. Al despedirse de los amigos: A ver cuándo nos vemos. Frente al cadáver amarillo de quien murió accidentalmente: Ya le tocaba. Cuando se llega retrasadísimo a la cita: Se me hizo tarde. Ante el fracaso de un conocido: Yo te lo decía. Entre filósofos caseros: Así es la vida.

Frases cocinadas, recalentadas y vueltas a freír. Contaba Jorge Luis Borges, el escritor inmenso, que un caballero le hablaba tanto sin decir nada, que no pudo menos de preguntarle: “¿Por qué no se dedica usted a la política?”

Artículo publicado en El Sol de San Luis, 14 de agosto de 1993; El Sol de México, 23 de agosto de 1993.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 12 de noviembre de 2023 No. 1479

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