Por Rebeca Reynaud
A muchas personas les tiene sin cuidado la política. No se han dado cuenta de que en la política les va desde el precio de los jitomates y el alza de la gasolina, hasta la vida propia y la de los suyos. Hay que interesarse por la marcha del mundo. Es importante cumplir nuestros deberes cívicos. Hay que saber en quiénes depositamos los destinos de la patria. La historia, la literatura y el arte nos revelan que no hay nadie demasiado diferente, no hay sino una única humanidad que sueña, sufre, ríe, llora, adora y espera.
Algunas y algunos políticos exigen un Estado laico donde nadie imponga sus ideas, cuando ese político(a) es el primero que impone sus ideas laicistas –que no son neutrales: es ya tomar postura-, a un país formado en un 85% de católicos.
La cuestión que desean imponer es confundir laicismo con destierro del concepto religioso de la vida. Los que se espantan por oír el nombre de Dios de boca del presidente o de un secretario, deberían olvidar el Himno nacional, en la estrofa que dice: “por el dedo de Dios se escribió”.
Impedir la difusión social de los principios cristianos, aparte de una injusta discriminación (cuantas facilidades se dan a las más extravagantes e infames opiniones), es privarnos no sólo de una esperanza de salvación, sino también del arsenal de principios que nos permiten la recuperación de la excelencia y de la dignidad agredida.
El compromiso del cristiano en el mundo, en dos mil años de historia, se ha expresado en diferentes modos. Uno de ellos ha sido el de la participación en la acción política. Es preciso un cristianismo a la altura de los tiempos.
Hoy, casi todo se fundamenta en las estadísticas y se acepta por consenso. Robert Spaemann que escribió: “Las condiciones de supervivencia de la humanidad no están sujetas a votación: son como son” (desde 1992 Spaemann es profesor emérito de la Universidad de München).
Los relativistas y los escépticos consideran que aceptar cualquier creencia es algo servil, una torpe esclavitud que coarta la libertad de pensamiento e impide una forma de pensar elevada e independiente.
El cristianismo constituye la raíz de los principales valores que sustentan nuestra civilización. “Habría que recordar no sólo la contribución del cristianismo a la supervivencia y difusión de la cultura antigua clásica, sino también su labor de creación de las más elevadas obras, desde las catedrales al gregoriano, desde la mística a Bach.
El olvido de la religiosidad y de las epifanías del espíritu es una de las causas fundamentales de la degradación de la cultura contemporánea”, dice Ignacio Sánchez Cámara.
El cristianismo, y la religiosidad en general, constituyen un poderoso instrumento para mejorar el mundo, siempre que se supere la tentación del fanatismo. Siempre que no se olvide que la moral cristiana es, ante todo, una invitación a la reforma personal.
Abundan las voces que exigen que las creencias religiosas queden relegadas al ámbito de la conciencia personal, a la esfera de lo privado. Juan Pablo II decía: “No tengamos miedo de hablar de Dios ni de mostrar los signos de la fe con la frente muy alta” (Mane nobiscum Domine, n.26).
Contradicciones del relativismo
El relativismo, al no tener una referencia clara a la verdad, lleva a la confusión global de lo que está bien y lo que está mal. Si se analizan con un poco de detalle sus argumentaciones, es fácil advertir que casi todas suelen refutarse a sí mismas:
- «La verdad no es universal» (¿excepto esta verdad?).
- «Nadie puede conocer la verdad» (salvo tú, por lo que parece).
- «La verdad es incierta» (¿es incierto también lo que tú dices?).
- «Todas las generalizaciones son falsas» (¿esta también?).
- «No puedes ser dogmático» (con esta misma afirmación estás demostrando ser bastante dogmático).
- «No me impongas tu verdad» (tú me estás imponiendo ahora tus verdades).
- «No hay absolutos» (¿absolutamente?).
El deber y el derecho de los cristianos a estar presentes en la vida pública, se sustenta en el reconocimiento del valor cristiano de las realidades terrenas. No se reduce la vida pública a la vida política, sino que es mucho más amplia. Existen ámbitos relevantes que deben de ser respetados y protegidos por el Estado: el entorno familiar, la cultura, las relaciones económicas y laborales, los derechos humanos universales, etc.
Las nuevas situaciones reclaman hoy la presencia de los fieles laicos en todos los campos. A nadie le es lícito permanecer ocioso. Muchos católicos han dejado el campo de la política. No se trata de que todos seamos especialistas en política, pero sí se debe de conocer un mínimo sobre el bien común y de la administración pública y del gobierno civil, porque sin esta comprensión no puede haber crítica constructiva ni opciones inteligentes.
Imagen de Mario Aranda en Pixabay