Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa
La amistad encuentra a dos personas parecidas o las hace, escribió el filósofo y orador romano Cicerón. Personas parecidas, sí; iguales, no. No es verdad la definición tradicional de los romanos: el amigo es otro yo, amicus alter ego. Porque no hay almas gemelas, aunque para subrayar semejanzas, digamos que son como dos gotas de agua. Pero vistas al microscopio, son dos enormes mundos de diferencias.
Lo que enriquece, complementa y da sabor a la amistad, al noviazgo, al matrimonio, a la vida familiar, es precisamente la desemejanza de sus miembros. Solo de la diversidad de los sonidos puede surgir la belleza de la sinfonía. La igualdad no produce más que la nocturna monotonía del grillo.
Del amor se ha dicho todo y todo queda por decir. Del amor se ha dicho por ejemplo, que es capaz de hacer uno de dos al fusionar espíritus, sentimientos, voluntades, ideales. Sí, ninguna argamasa ni soldadura –resistol diez mil–, como la del amor, con tal que el amor potencie la libertad sin encadenarla, respete la intimidad sin violentarla, afirme la personalidad del otro sin menoscabarla.
Y esto es lo que en la práctica no entienden los amigos, los novios, los esposos, cuando quieren que el otro sea como copia al carbón o fotostática automatizada del dudoso original.
Padres de familia hay que exigen a sus retoños que sean exactamente iguales a ellos. Yo soy el modelo exclusivo, tú la copia fiel. Tales padres o relojes de repetición tratan de poseer a sus hijos cual si fueran objetos moldeables a capricho ajeno. No los educan, los doman. No los enseñan a volar con sus propias alas, prefieren teledirigirlos y programarlos cual si los críos fueran máquinas.
Una de las más frecuentes y sutiles formas de corrupción familiar es cuando el pobre amor que priva en esa casa no sabe aceptar la unidad y la diversidad, las convergencias y las divergencias; puesto que los padres-esposos y los hermanos-hijos ignoran que el amor no implica necesariamente la uniformidad de los amantes y que, con frecuencia, los amores más intensos surgen entre personas muy distintas entre sí.
Los amigos y los novios inmaduros quisieran que su pareja fuera totalmente pareja, el alter ego, el yo repetido, según viven con un montón de sueños y con un montón de ingenuidad. Esta es la gran trampa del amor. A título de que te amo y eres mía y me perteneces y soy tuyo te hago igual a mí, como la voz y el eco, como la figura ante el espejo, como el original y la copia fotostática. ¿No es esto, refinado egoísmo en falsas funciones afectivas?
El amor, la amistad es la renuncia de dos egoísmos y la suma de dos generosidades. Porque la verdadera grandeza del amor es unir sin igualar o si se quiere, igualar sin destruir.
Publicado en El Sol de San Luis, 11 de febrero de 1993.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 11 de febrero de 2024 No. 1492