Por Rebeca Reynaud
Satanás es el trono del orgullo, y la única arma para derrotarlo es la humildad. Y la confesión nos ayuda a vivir la humildad porque reconocemos lo que está mal y pedimos perdón. No se trata de quién es el sacerdote, perdona por el poder de Dios, importa quién soy yo. Al recibir la absolución quedamos desencadenados, pero el alma está débil, por eso necesitamos la Eucaristía. Si supiéramos lo que es la Presencia real de Jesús en la Eucaristía, quedaríamos en éxtasis nada más pisar la iglesia.
Estamos viviendo los tiempos de oscuridad espiritual más grande en toda la historia, y a la vez, el mundo nunca ha sido más atractivo, más seductor, más hechizante que hoy. Nunca había tenido más propuestas para que el hombre se enamore de él que hoy. El demonio quiere que estemos 24 horas entretenidos.
Hay que cuidar con esmero que nuestra confesión sea semanal, y cuidar que la confesión de las otras también sea posible, porque no nos tardamos mucho tiempo. En una tertulia en Argentina, San Josemaría dijo: Estar en el confesonario el menor tiempo posible, y el tiempo que haga falta.
En la Confesión hay que fomentar la contrición, sin darla por supuesto. Es vital que nuestro examen esté lleno de dolor de amor
¿De qué tenemos que arrepentirnos? De las omisiones, de faltas de caridad o de paciencia, de nuestra indiferencia, de nuestra dureza de corazón, de faltas contra el primer Mandamiento, de la apatía…
George Weigel, el biógrafo por excelencia de Juan Pablo II, habló del legado de este Papa en la Universidad Franciscana en Steubenville, en Ohio. Imprevisiblemente, fue el hombre más visto del mundo, y ese hombre era, imprevisiblemente, un sacerdote católico polaco que llegó a ser obispo y Papa. Nosotros no poseemos las dotes naturales que él tuvo, pero cada uno de nosotros puede ser capaz de lograr esa conversión radical a Cristo, porque el bautismo abre esa posibilidad.
Un converso, Patrick Madrid, relata su experiencia: “La conversión es una forma de martirio. Requiere que uno se rinda en cuerpo, mente, intelecto y fe a Cristo. Demanda docilidad y apertura total a ser llevado hacia la verdad, aunque para muchos la verdad se halle en la dirección “hacia donde nadie quiere ir” (Jn 21, 18-19).
Cada uno de nosotros está llamado a abrazar el martirio. Los católicos están llamados a rendirse diariamente a su llamada a la santidad en medio del mundo. Para muchos, es detestable. Pero el martirio es también gozoso, es como la muerte del grano de trigo que debe morir para dar fruto.
Hay que considerar que la Penitencia o Confesión sacramental tiene una seriedad profunda porque restablece la pureza del Bautismo. Así lo dice el llamado Pastor, de Hermas, compuesto probablemente hacia la primera mitad del siglo II.
El IV Concilio de Letrán establece —en el siglo XII— que al menos una vez al año el fiel se ha de acercar al Sacramento de la Penitencia. El Concilio Vaticano II vuelve a su sentido sacramental y recuerda que es un momento de arrepentimiento y reconciliación.
En la confesión no se realiza un diálogo humano, sino un diálogo divino: nos introduce dentro del misterio de la misericordia de Dios. Jesús dio a los Apóstoles el poder de perdonar los pecados. «Reciban el Espíritu Santo. A los que les perdonen los pecados, les quedarán perdonados, a los que no se los perdonen, les quedarán sin perdonar » (Jn 20,22-23). Los únicos que han recibido este poder son los Apóstoles y sus sucesores.
Santo Tomás comentando a San Agustín dice que solo hay dos bienes que pueden presentarse como absolutos, y, por lo tanto, guiar el resto de las acciones: la gloria de Dios o la propia estima.
En su libro El secreto del Padre Brown, dice Chesterton: “No existe un hombre que sea realmente bueno mientras no sepa con exactitud cuan malo puede llegar a ser” (p. 17). Para terminar, recordemos una frase de Benedicto XVI: El problema esencial de toda la historia del mundo es el ser hombres no reconciliados con Dios, con el Dios silencioso, misterioso, aparentemente ausente y sin embargo omnipresente (Cfr. Jesús de Nazaret, II, p. 98).
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