Por Arturo Zárate Ruiz

Se asocia la civilización al desarrollo tecnológico y urbano, aunque no siempre ocurra. Por un lado, se le ejemplifica con Egipto, pero no con los nómadas del desierto. Algunos de estos destacaron por su pujante civilización. Desde tiempos de Abraham, Isaac y Jacob —aún errantes, con apenas algunos rebaños, es más, con el templo que no era más que una tienda de campaña—, los judíos desarrollaron una cultura que sigue presente en nuestros días, acogida globalmente. Por otro lado, la vanguardia tecnológica no es sinónimo de civilización. Lo muestra esa parodia cómica de películas de extraterrestres, Marcianos al ataque. Los científicos de la Tierra suponen que por sus avances en la ciencia y la técnica son aquéllos súper-civilizados y buenísimos, y no son sino unos salvajes crueles. Sin ser ficción, los cartagineses fueron el pueblo más poderoso del Mediterráneo antes de Roma. Ellos eran también unos bárbaros que sacrificaban niños a los demonios. Y aunque muy educados, los espartanos eran peores porque mataban a sus propios hijos simplemente si no los consideraban bonitos.

Ciertamente los romanos no eran angelitos. Abundaron, entre ellos, personajes como Nerón. Pero, más que la invención de la bóveda arquitectónica, más que la disciplina militar, produjeron un monumento civilizador, el más importante: las leyes y las instituciones de ellas derivadas, que en gran medida perduran. Su vigencia es lo que distingue a las naciones civilizadas de las bárbaras.

Los imperios de líderes poderosos como Atila el Huno, o aun educados como Alejandro Magno, sucumbieron al morir ellos. Aunque en vida lograron conquistar territorios que se extendieron por varios continentes, su herencia no perduró por no fundarla ellos en leyes e instituciones sabias.

De ser éstas estables —no variables y de un momento por ocurrencias de un líder o de un grupo— permiten a las personas el saber a qué atenerse. Aunque fuesen estas leyes arbitrarias, una persona sabe que si cumple con las reglas los resultados son los esperados. Por ejemplo, de jugar ajedrez y exponer una pieza en línea diagonal a un alfil, no debe sorprenderse si la pierde tras el contrario procede con ese alfil a eliminarla. O de conducir un auto en Inglaterra, lo haría por el carril izquierdo. De cambiar las reglas del ajedrez a cada momento, ya nadie lo jugaría; de modificar continuamente el reglamento de tránsito inglés, se tendría un caos en Londres. Las leyes permiten a las sociedades el convivir ordenadamente y planear con alguna certidumbre su futuro. La Constitución de Estados Unidos data de 1787 y sólo ha sufrido 27 enmiendas. Nuestros vecinos, por la estabilidad de sus leyes, suelen atraer las inversiones.

Hay leyes que no son arbitrarias, sino eternas: las que decretó Dios. Unas gobiernan al universo sin falla. Otras —los Mandamientos— nos pide el Señor que las cumplamos para nuestra propia felicidad. Conscientes o no de seguir su voluntad, la mayoría de las naciones tienen códigos penales con sendas secciones que protegen la vida y la propiedad de las personas. Que repúblicas, como los Estados Unidos, afirmen sin tapujos fundar su legislación en lo prescrito por el Altísimo (ver su Declaración de Independencia) nos permite pensar que no dependen de los vaivenes humanos, como ocurre cuando los derechos se reducen a un contrato social (como ha ocurrido desde la Revolución Francesa). Cuando así es —el poner lo que ordena Dios a un lado—, las leyes y los derechos se abandonan a las modas. Hoy no son pocas los pueblos cuyos “contratos sociales” admiten la eutanasia y el aborto. Por su perversión, convierten su legislación no en civilización sino en salvajismo.

En cualquier caso, parecería que los cristianos no amamos las leyes, pues creemos que el cumplirlas no es lo que nos salva, sino Cristo. Pero no es que no las amemos, sino que las cumplimos no por obligación, como esclavos, sino por amar a Dios y porque sus leyes nos hacen bien. Cumplirlas forzados sería como besar la noche de bodas a nuestra esposa porque nos lo ordena una regla. Así, el cristianismo es lo más civilizado porque, de vivir en serio como cristianos, la ley es vigente no por miedo sino por amor.

 
Imagen de Steve Buissinne en Pixabay


 

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