Por Rebeca Reynaud

Hay un misterio consolador: que la Santísima Trinidad inhabite en el alma en gracia; es el mayor de cuantos prodigios podríamos soñar. Este prodigio fue anunciado por Jesús: “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos en él nuestra morada” (Juan 14,2).

La familia puede ser morada de Jesús si sus miembros están en estado de gracia y si Jesús es bienvenido en esa casa. Dice el Evangelio de San Juan que Jesús dijo: “Cualquiera que me ama, observará mi doctrina, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos dentro de él morada”. Somos templos de Dios.

En el nombre del Padre… Invocamos el más grande misterio de Dios en sí mismo. Tenemos la alegría de conocer el misterio de Dios en sí mismo. Para esto hemos sido creados. León XIII dice que para contemplar este misterio han sido creados los ángeles en el cielo y los hombres en la tierra.

A la Santísima Trinidad no la conocieron Abraham, Moisés, David. Pero la primera que la conoció fue María, de manera explícita.

En la persona del Padre vemos al Creador de todas las cosas, Padre verdadero que, por amor a sus hijos, envió a su Primogénito y a su muy amado, a vivir en la tierra de dolor y a morir por nosotros.

En la persona del Hijo adoramos al Salvador del mundo, a la Víctima ofrecida por nuestra redención, al Señor y Maestro, al Amigo. Al Esposo de las almas.

Al Espíritu Santo lo veneramos con afecto; es ciencia, sabiduría, fortaleza, piedad y, sobre todo, amor. Sin él, ni un pensamiento bueno nos puede ser sugerido.

Es necesario descubrir la presencia de la Santísima Trinidad en el alma, y aprender a gozar de ella como han sabido hacerlo los santos. San Agustín recuerda ese momento como uno de los hallazgos más importantes de su vida: ¿dónde te hallé para conocerte sino en Ti y sobre mí?… Y pensar que Tú estabas dentro de mí, y yo fuera; y por fuera te buscaba, y engañado me lanzaba sobre las cosas hermosas que creaste. Tú estabas conmigo, más yo no estaba contigo… Hasta que me llamaste, gritaste, y venciste mi sordera; brillaste, alumbraste y disipaste mi ceguera. Sentí tu fragancia, y se disparó el espíritu con el anhelo de Ti (Confesiones 10,26,37; 27,38).

No estamos solos. Es una pena que los cristianos olvidemos que somos Trono de la Trinidad Santísima. En familia se puede desarrollar la costumbre de buscar a Dios en lo más hondo de nuestro corazón. Eso es la vida interior. La alegría está en el trato habitual con nuestro Dios y salvador.

 
Imagen de Daniel Wanke en Pixabay


 

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