Por Arturo Zárate Ruiz

La Encarnación y la Resurrección son misterios centrales de la fe cristiana, los cuales ni siquiera los judíos los imaginaron por no habérseles revelado todavía la Santísima Trinidad y, en consecuencia, tampoco la Segunda Persona Divina que se haría Hombre y se entregaría para la salvación de todos nosotros.

Lo común entre los pueblos fue creer en la inmortalidad sólo del alma y en muchos dioses (o muchas veces más en demonios). Algunos filósofos reconocían la existencia de un solo Dios, pero uno tan lejano que sabían tanto de Él como yo de cálculo integral. No pocos filósofos negaban la inmortalidad del alma por observar la putrefacción de los cuerpos. La gente común, que sí creía en la inmortalidad del alma, no imaginaba siquiera que al morir se unieran estas almas con Dios, sino pensaban que iban al inframundo a reunirse con sus antepasados. Algunos pueblos sí creían en la resurrección de los cuerpos (egipcios, algunos grupos de ascendencia africana, algunos habitantes de Transilvania), pero esos cuerpos eran tan defectuosos (momias, zombis, vampiros) que algunos judíos, como los saduceos, prefirieron no creer en ello. En la modernidad, abundan los libre-pensadores quienes, tan ególatras, prefieren negar la existencia de un Dios dueño de todo, hasta de sus vidas (“¡Cómo!, si yo soy el dueño de mí mismo y me autodetermino”, se indignarían de meramente pensar en quien los trasciende y rige, aun cuando ellos no puedan agregar un solo pelo a su calva).

En cualquier caso, los misterios de la Encarnación y de la Resurrección son los que, en gran medida, resumen la Buena Nueva cristiana.

Con la Encarnación sabemos que Dios se hizo Hombre. Al hacerlo, no sólo restauró la perfección y dignidad inicial de Adán en el Paraíso. Además, lo unió a Dios a tal punto que ahora son la misma cosa. Por eso san Pablo habla de la “feliz culpa” del primer hombre, que llevó al segundo a elevar su ya excelente dignidad a lo divino.

Con la Resurrección reestableció la amistad de todos los hombres con Dios, incorporó a sí a quienes creyeran en Él, les participó de ese modo su divinidad, y les aseguró la resurrección de sus cuerpos, no defectuosa, sino magnífica, no la de cuerpos limitados y caducos, sino gloriosos.

Entre esa Encarnación y su Resurrección, Jesús creció como un hombre ordinario entre nosotros, sólo diferente a nosotros en estar libre de pecado. Por ordinario, que lo fue, se sometió a la autoridad de María y de José, su madre y su guardián. Trabajó, casi toda su vida, como cualquier otro obrero, para ganarse el sustento. Predicó la necesidad de la conversión y de la penitencia, nos mostró el Camino de las bienaventuranzas y de las buenas obras, padeció y murió para borrar nuestros pecados, y salvarnos e infundirnos su gracia. Siendo Él la roca que desechamos nosotros los constructores al pecar, es ahora la roca sobre la que se edifica la Iglesia y a través de la cual recibimos la vida eterna.

No hay otra historia más hermosa y más luminosa en cuanto que nos revela lo que ha querido Dios desde toda la eternidad para el bien de cada uno de sus hijos.

Vivamos, pues, esta Pascua llenos de alegría y de gratitud porque las obras de nuestro Dios son maravillosas.

Acerquémonos a sus sacramentos, que son los medios que tenemos ahora para insertarnos más en su vida y participar no sólo de los dones de su gracia sino también de su vida divina.

Acudamos al confesionario. Es éste el tribunal de la misericordia, desde donde fluye aún la Sangre y el Agua del Corazón traspasado de Jesús para lavar nuestras inmundicias, y restaurar nuestra inocencia original. Acudamos también al banquete divino. Jesús nos espera para dársenos como alimento y para convertirnos a nosotros en el tabernáculo donde Él habita, y desde donde Él prolonga su obra de santificación en todas sus criaturas.

Permitamos que Él no sólo nos salve, sino que también nos haga instrumento suyo para la salvación de muchos más. Seamos como santa María quien con su fiat trajo al mundo a quien es la esperanza y gozo para todos nosotros.

 
Imagen de Ronald Sandino en Pixabay


 

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