Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

La muerte nos asecha por todos los costados. Es una maldición que termina con los proyectos y las ilusiones. Es inherente a la condición humana. Parece del todo cierto el dicho de Heidegger, el ser humano es “ser para la muerte”. Todos los caminos conducen a ella, por más esfuerzos realizados. Lo más es vivir, como si la muerte no existiera o la lucha a brazo partido de la ciencia médica contra la muerte misma.

Los ilusionados discípulos de Jesús ante su proceso y su muerte, experimentaron el miedo y el hundimiento de sus sueños. Había llegado la hora de las tinieblas más densas. Solo Santa María, la Madre de Jesús, quien recorrió a la inversa el viacrucis, o recordaba en su corazón paso a paso el martirio de su Hijo, que también fue el suyo; Ella esperaba en la aurora el encuentro con su amado Hijo e Hijo del Padre Dios, quien se entregó para salvar a la humanidad de la muerte, con su misma muerte redentora y su resurrección gloriosa.

Cristo Jesús murió en el patíbulo de la Cruz, como un maldito, humillado y rechazado por los hombres; e incluso le traspasaron el Costado-Corazón, para consumar su obra. Este es el comportamiento de aquellos que buscan una vida bajo el signo de la muerte. Cualquier pretexto es bueno. El empoderamiento de quienes perdieron la sensatez por la cerrazón de la razón, del alma, de los sentimientos y del corazón; aducen el derecho para martirizar al inocente y que su muerte, sea legal. Culpables que no aceptan su culpa. Tribunales pilatescos que se lavan sus mentes en la legalidad de una decisión macabra. El martirio de Jesús  se prolonga en los niños inocentes asesinados en el vientre materno; el martirio ejecutado de quienes no son más ley que su palabra y el uso cobarde de sus armas. ‘Una nación que mata a sus hijos, es una nación que no tiene futuro’, sentenciaba san Juan Pablo II.

Pero la muerte no tiene la última palabra. Es el enemigo vencido por Jesús. Los Evangelios dan fe de este prodigio. Jesús ha resucitado para no morir más. No una resurrección diríamos, terrestre, para volver a morir. Sino de la muerte a una nueva vida, que trasciende el espacio y el tiempo. Cuarenta días para confirmar lo dicho por Jesús, quien habría de resucitar. El estupor y el miedo, se convirtieron en  una fuerza llevada a testificar el binomio Cristo, murió y resucitó para salvarnos. Una resurrección que involucra a los que se adhieren a Cristo muerto y Cristo resucitado. Un puñado de cobardes se convierte en mártires de esta verdad. Su experiencia la comparten en el testimonio de una vida que desafía al poder, a la mentira y sus argucias. Binomio bendito. Proyecto de Dios Padre en Cristo para devolver la esperanza cierta sin ocaso. Por eso lo dicho por María Magdalena, “he visto al Señor” o a sus discípulos “en realidad (ontos) egérthei (ha resucitado) el Señor (ho Kyrios). Se participa en la victoria de Jesús, en su muerte y resurrección por el bautismo, la eucaristía y en la vida entregada por el amor: “quien ama, ha pasado de la muerte a la vida”, sentenció quien estuvo al pie de la Cruz, que contempló los lienzos doblados en el sepulcro vacío donde se depositó el cuerpo sin vida de Jesús, san Juan (cf Jn 20, 1-9).

Cristo Jesús, es el Acontecimiento de la Vida por excelencia: ha muerto y ha resucitado. Esto constituye nuestra fe, da horizonte a nuestra esperanza y nos potencia a vivir el amor en total donación.

Esta experiencia, esta vivencia, no es fruto de formas estériles, ni de luchas de grupos, es fruto de la acción del Espíritu Santo, don de Cristo Resucitado, a quienes son humildes, sinceros de corazón que buscan con pasión a Jesús, el que vive permanentemente su presencia a través de Pedro en el ministerio eclesial y de Juan en el amor eclesial, en la comunidad de hermanos y caridad de dar la vida por los demás.

 
Imagen de Kornel Trzebuniak en Pixabay


 

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