Por P. Eduardo Hayen Cuarón
A medida en que pasan los años nos vamos haciendo personas más vulnerables en nuestra dimensión física. Aparecen nuevas dolencias, se manifiestan enfermedades, debemos de cuidarnos más de las caídas. A los sacerdotes, nuestro ministerio nos pone, con frecuencia, en contacto con el dolor del cuerpo humano.
En la visita a los hospitales, sobre todo a los que son públicos, encontramos personas accidentadas, baleadas, intubadas, enfermos terminales; muchos de ellos compartiendo la misma habitación. A veces mirar los estertores de la muerte es escalofriante, y hay que pedir a Dios que, ante la sangre y el sufrimiento, nos conceda serenidad, temple y, sobre todo, mucha caridad.
Nuestra labor sacerdotal en el confesionario y en la dirección espiritual a veces es difícil. Ahí nos encontramos con el sufrimiento que conlleva, muchas veces, el tener un cuerpo sexuado. Hay personas que sufren por traumas sexuales, por confusión de género, por deseos oscuros y adicciones. Vemos constantemente los efectos de la Revolución sexual que, desde hace unas décadas, ha trastornado el campo de la sexualidad y la familia.
Ante tantas heridas que manifiesta nuestra corporeidad, uno puede hacerse dos preguntas. La primera es si Dios es bueno. Los males físicos, sobre todo los de los bebés y niños, son la piedra de tropiezo de muchas personas que, por ese motivo, cuestionan la existencia de Dios. ¿Será entonces que tanto dolor en el mundo es obra de un Dios malo? La segunda pregunta es si nuestro cuerpo sexuado, tan vulnerable a los estragos del tiempo y del sufrimiento, tiene alguna bondad. ¿No será que nuestros pobres cuerpos son una obra defectuosa y sufriente, digna de desprecio?
La Semana Santa nos ayuda a responder ambas preguntas. Los días santos nos sumergen en el misterio de la Pasión y Resurrección del Señor. Estos días son el resumen de toda la vida de Cristo: murió y resucitó.
Los creyentes de los primeros años del cristianismo se preguntaron ¿por qué padeció Cristo? ¿por qué sufrió y murió? La respuesta de san Pablo fue «Cristo murió por nuestros pecados; fue resucitado para nuestra justificación» (1Cor 15,3-4; Rom 4,25). Y después completará la respuesta dándonos el motivo: «Me amó hasta entregarse por mí» (Gal 2,20). Y san Juan agrega: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Cristo entregó su vida por amor, y por eso afirmamos que Dios no sólo es bueno, sino es la Bondad misma. «Él nos amó primero» (1Jn 4,19).
Sin la Resurrección de Cristo no podríamos sustentar que el cuerpo es bueno. Nuestros cuerpos, hoy sujetos al deterioro, a la enfermedad y a la muerte, vistos a la luz del misterio de Cristo resucitado, recobran la esperanza de la gloria de la que un día participarán. Si por el pecado original entró la enfermedad y la muerte en el cuerpo humano, gracias a Cristo resucitado de entre los muertos, el destino último del cuerpo no es quedar dentro de una tumba, sino vivir eternamente con Cristo. «Si Cristo no resucitó, vana sería nuestra fe», dice san Pablo (1Cor 15,17).
La pérdida de fe en la Resurrección, de hecho, conduce al desprecio del cuerpo. Dejar de creer en la promesa de la resurrección de la carne lleva a irrespetar la carne. En una época en que eclipsa la fe cristiana, se oscurece también el valor que damos a la dignidad del cuerpo humano. 73 millones de abortos anuales en el mundo es una cifra escalofriante que nos descubre que hemos perdido la dimensión sagrada que tiene todo cuerpo humano; el alto consumo de drogas, la moda de piercings y tatuajes, el creer que podemos dar al cuerpo el diseño que queramos, como por ejemplo transformarlo en un cuerpo diverso al de la propia naturaleza; ello nos habla del oscurecimiento del valor que damos al cuerpo.
Aprendamos a abrazar con cariño a nuestros cuerpos, porque en ellos está presente la imagen de Dios; y a cuidar a nuestros hermanos que sufren en su cuerpo por variados motivos. Unámonos en esta Semana Santa el misterio del Cuerpo sufriente de Jesús, con la bendita seguridad de que nuestros sufrimientos nos llevan a la gloria de la Resurrección. «Llevamos en el cuerpo por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos» (2Cor 4,10).
¡Qué misterio tan profundo encierra el cuerpo humano! La historia de la Pasión y Resurrección de Cristo está inscrita en nuestro cuerpo. Por eso el cuerpo no sólo es una realidad biológica, sino teológica. Porque narra la historia de amor más grande de todos los tiempos, la historia de Jesús de Nazaret, y la de nuestra propia Redención.