Por P. Fernando Pascual

Mientras viajan en un tren, dos personas dialogan sobre el destino. La primera afirma:

“Yo creo que existe el destino. Por ejemplo, una mañana se te quema el pan en la tostadora. Tienes que limpiarlo todo y te retrasas. Gracias a ese retraso evitas un accidente de tráfico”.

La segunda responde:

“Yo no creo en el destino. Lo que pienso es que cada persona tiene ante sí cientos de caminos u opciones. Cada vez que toma una decisión, avanza por un camino concreto y deja atrás otras alternativas que ya no puede elegir”.

Estas reflexiones muestran dos maneras de comprender cómo se construye la vida (biografía) de cada uno.

Para la primera persona, habría como una especie de designio misterioso que se desvela en hechos concretos y sencillos, hasta “determinar” lo que nos pasa o lo que deja de pasarnos.

Para la segunda, no habría nada decidido de antemano por un “destino” que nos controle misteriosamente. Somos nosotros los que escribimos cada día qué hacemos o qué dejamos de hacer.

Hay que reconocer que muchas situaciones y hechos no dependen de nosotros, y se cruzan en nuestro camino con resultados sorprendentes.

Así, si recordamos el ejemplo de la tostada, puede ocurrir lo contrario: porque se me quemó el pan, salí tarde al trabajo y me crucé con un accidente de tráfico imprevisto que me dejó atrapado en la carretera más de una hora…

Notamos, entonces, que la vida transcurre entre decisiones más o menos acertadas, y sucesos que aparecen en el horizonte hasta el punto de cambiar planes para ese día o para todo el mes.

Al constatar esto, podemos hacer muchas reflexiones sobre el “destino” o, si somos más detallistas, sobre este misterio del devenir humano que se construye con tantos cruces de camino.

Desde la fe, sabemos que esos cruces de camino nos acercan, poco a poco, hacia una meta que tiene un sentido definitivo y a la que todos podemos llegar: el encuentro, para siempre, con un Dios que nos dio la libertad y que nos pide que le amemos…

 

Imagen creada con ideogram.ai


 

 

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