Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

Existe en el ser humano una tendencia según su condición natural de persona, a ser feliz. No es una tarea sencilla por más que aflore con fuerza esa teleología de alcanzarla como su fin eminentemente natural, propio de los seres libres. Ciertamente hay riesgos y dificultades.

Desde la filosofía antigua y medieval, se entendía la felicidad en una cosmovisión unitaria y coherente. De ahí la importancia de ‘la armonía’ expresión que implicaba el todo y la parte en el concepto ‘cosmos’.

El fin natural o su teleología es su bien y el bien es la felicidad para todo ser humano.

Implicaba una dimensión objetiva y otra subjetiva; el primero lo universal objetivo para la vida feliz es la consecución del bien supremo, el fin último y la satisfacción plena; el subjetivo de satisfacción gozosa personal de las aspiraciones.

Con la modernidad se privilegia la dimensión subjetivista de la felicidad. Lo objetivo se reduce a la eficiencia y la mecánica; no más la teleología. Lo importante será la satisfacción meramente subjetiva. De aquí se pasa a cierto hedonismo o estados de placer, separándose propiamente de la ética, entendida como la ordenación de los actos humanos en pos de un fin absolutamente último.

En nuestros días es posible que se revitalicen las posturas objetivas, diríamos teleológicas, esto es con la finalidad ontológica de la persona, sumada a vivencias afectivas, de sentimientos superiores, con Husserl, Scheler…

Sociológicamente hablando persiste la tendencia a ser feliz controlada por el mercado, por las ideologías, por la hiperinformación que da un cierto tufo de libertad y de apertura a todo y a nada.

En el ámbito cristiano, parece que en lugar de buscar lo esencial, se suma el ejército de pseudoteólogos digitales, que se la pasan criticando textos del Papa Francisco, acrecentando los grupos de los impolutos archicatólicos referenciales de la ortodoxia, poniendo en riesgo la Comunión querida por nuestro Redentor Jesús. Se la pasan en discusiones interminables que no llevan a la paz, a ese gozo de ser discípulos de Jesús. Se les valora a veces, como los más sabios que la misericordia de Dios.

Dice el Papa Benedicto XVI de feliz memoria, que ‘pensar en Dios da alegría’ ¿Por qué? Porque somos los destinatarios del amor misericordioso de Dios. Por eso hemos de reconocer nuestra indignidad por el pecado, para sentir la cercanía de la misericordia envolvente de Dios.

En el texto del Evangelio de San Juan (3, 14-21), “Jesús dice a Nicodemo: Así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna”.

Nicodemo, el hombre dudoso, miedoso y sincero que busca a Dios en Jesús. Las palabras que le dice Jesús son impresionantes; toma Jesús la realidad del símbolo de la serpiente de bronce izada en un estandarte que sanaba de la muerte por la mordedura de las serpientes, a los israelitas que la miraban (Núm 21, 8-9), en la realidad misma de su Crucifixión, para ‘mirar al que traspasaron’ y ser redimidos, de la muerte del pecado a la vida de la gracia que apunta a la resurrección.

Nos señala el trasfondo de su realidad: ‘Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él».

Jesús ha venido y sigue viniendo a acoger, a sostener las vidas rotas, a librarnos de los abusos e injusticias, de nuestro egoísmo autosuficiente, antítesis de la felicidad.

Este es el núcleo de nuestra fe cristiana: el Crucificado que revela todo el amor del Padre por cada uno de nosotros.

El Concilio Vaticano II nos recuerda que la Iglesia es enviada por Cristo a manifestar y comunicar el amor de Dios a todos los hombres.

Vivimos momentos de confusión, de desaliento e incertidumbres. Nuestros hermanos los humanos deben sentir que son amados por Dios; que ese es el mensaje de Jesús y no nuestras teologías justicieras y moralistas.

Como discípulos de Jesús y como Iglesia, hemos de amar a todos, sin discriminaciones y exclusiones.

Jesús no vino a condenar al mundo. Nuestros prejuicios y mediocridad, nos puede hacer selectivos y menospreciar al ser humano-persona, que ama Dios.

El mismo Papa Benedicto en su encíclica ‘Deus Caritas est’, nos dice que en la cruz ‘se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo; esto es amor en su forma más radical (nº 12).

Cuantas personas hoy buscan a Dios con honda sinceridad. Algún intelectual mexicano recientemente señala que no cree en Dios porque las religiones han llevado a la guerra como los enfrentamientos entre islámicos e israelitas. Esa puede ser una justificación circunstancial, pero no toca el tema de Dios mismo en sí o de la cercanía a Jesucristo que autorrevela al Dios-Amor.

Jesús elevado en la Cruz, muerto y resucitado, es el centro de la fe y es el anuncio central de la Iglesia. Nuestra fe cristiana no es ni puede ser ideología dictatorial, del pensamiento único, sino el encuentro gozoso con Jesús en su misterio pascual, es decir Crucificado y Resucitado. Solo así se tendrá una existencia realmente signada por el amor.

San Juan Pablo II escribió un texto que habría de pronunciar el 5 de abril, y no pudo por la inmediatez de su muerte: “A la humanidad, que a veces parece extraviada y dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado le ofrece como don su amor que perdona, reconcilia y suscita de nuevo la esperanza. Es un amor que convierte los corazones y da la paz (…) ¡Cuánta necesidad tiene el mundo de comprender y acoger la Misericordia divina!” (L’Oservatore Romano 8-4-2005).

Si creemos de corazón en Jesus, en ese encuentro gozoso de corazón a corazón con él en su misterio pascual, orado, celebrado, contemplado, vivido, seremos felices porque ya poseeremos ‘in nuce’ y realmente, la vida eterna.

Imagen de Shlomaster en Pixabay


 

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