Por P. Fernando Pascual
Aristóteles cita en la Ética nicomáquea (I 4, 1095b10-13) unos famosos versos de Hesíodo que vale la pena recordar.
“El mejor de todos los hombres es el que por sí mismo
comprende todas las cosas;
es bueno, asimismo, el que hace caso al que bien le aconseja;
pero el que ni comprende por sí mismo
ni lo que escucha a otro retiene en su mente,
éste, en cambio, es un hombre inútil” (Hesíodo, Trabajos y días, vv. 293-297).
En su sencillez, el texto expone tres situaciones humanas que pueden ayudarnos a un pequeño examen de conciencia.
La primera, considerada como mejor: la de aquellos que comprenden todo (o muchos asuntos) por sí mismos.
¿Cómo lo logran? Con cierta perspicacia, con un pensar reflexivo, con atención a los hechos, con un sereno control de sus emociones (para que no les empujen a juicios precipitados).
Nos gustaría alcanzar esa primera situación, pero nos damos cuenta de sus enormes dificultades. Basta con reconocer cómo no tenemos una idea clara de hacia dónde van los precios y cómo afrontar adecuadamente ciertas enfermedades.
La segunda situación nos resulta familiar y es sumamente frecuente: dejarse ayudar por un buen consejero.
¿Quiénes serían buenos consejeros? Los que tienen más experiencia, los que reflexionan mejor, los que nos abren horizontes para pensar bien, los que nos advierten ante engaños, los que nos sugieren lecturas serias y fundamentadas.
Desde luego, no todos los que dan consejos son buenos consejeros. Incluso un buen consejero ofrece pistas válidas para algunos temas, pero puede equivocarse en otros.
Lo importante, ante quienes nos aconsejan (y esperamos que lo hagan bien) es acoger sus ideas y luego evaluarlas personalmente, en la medida en que podamos distinguir entre las buenas y las malas.
La tercera situación refleja la de muchos fracasos, al describir lo que ocurre a quienes ni aprenden por sí mismos ni se dejan ayudar por sabios consejeros.
Esas personas corren el riesgo de pensar desde errores, de tomar decisiones sin prudencia, de ser engañados por su ingenuidad, de fracasar en compras equivocadas o en opciones laborales que les perjudican, incluso que perjudican a otros.
Ante la descripción de estos tres tipos de hombres surge espontánea la pregunta: ¿cuál de ellos me describe mejor?
Podríamos decir que en ocasiones (ojalá muchas) somos semejantes a los del primer grupo. Otras veces tenemos la prudencia y la humildad de pedir y acoger ayudas y consejos, como el segundo grupo. Pero, por desgracia, no faltan ocasiones en las que ni descubrimos la verdad ni buscamos buenos consejeros.
La vida es breve y llena de encrucijadas. Frente a las muchas opciones que aparecen ante nosotros, es bueno detenernos un momento y ver cómo indago la verdad, qué me ayuda a acercarme a ella, y cómo evitar errores que se producen por prisas o por inexperiencia.
Habrá momentos en los que me equivoque, o en los que reciba un consejo desorientado. Lo importante, siempre, es aprender de los errores y caminar con un deseo sincero por pensar bien las cosas y por abrirnos a buenos consejos.
De esta manera, nos será mucho más fácil avanzar cada día hacia la meta única que da belleza a la vida humana: el encuentro con la verdad. Y, más en concreto, con aquella Verdad que da sentido a toda la existencia: Dios.
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