Por Rebeca Reynaud

Joseph Ratzinger escribe: “La Iglesia no habla sólo de fe, sino que también tiene que vivirla (p. 114). La Iglesia no tiene que ser construida, sino más bien vivida” (Ser cristiano en la era Neopagana, Ed. Encuentro, Madrid 1995, p. 118)

Las prácticas de piedad son medios para amar a Dios. Todos los días, antes de acostarnos, ponemos agua bendita y rezamos las 3 Avemarías para pedir la pureza

Angelus

Todos los días, en algún lugar del mundo dan las doce –por el movimiento de rotación de la tierra-  y se reza el Angelus sucesivamente. Al rezar esta oración centrada en la encarnación del Verbo, nos sumergimos en la contemplación del misterio de Cristo. Las palabras de esta oración son cruciales, “¡son palabras extremadamente decisivas!, dijo San Juan Pablo II, expresan el núcleo central del acontecimiento más grande que ha tenido lugar en la historia de la humanidad”: En ángel del Señor anunció a María…

San Juan Bosco decía: “Si amamos a María veremos lo que son los milagros”, y es así porque el nombre de María es portentoso. Mueve el cielo y la tierra.

Miradas a las imágenes de la Virgen

Puedes preguntarte: ¿En qué puedo mejorar al mirar las imágenes de nuestra Madre? Quizás pidiéndole mirarle como la miraba Jesús. Y a Jesús, pedirle mirar a María como la miraba Él. Cada encuentro con Nuestra Señora es una invitación a mirar a Cristo.

Mirar con amor es contemplar. La mirada no es solamente un acto físico; es una acción humana, que expresa las disposiciones del corazón. Hay miradas de amor y de indiferencia: miradas que muestran apertura y disponibilidad para comprender, y miradas cegadas por el egoísmo. Nosotros queremos mirar con ojos limpios.

Aprender a mirar es también aprender a no mirar. Todo lo que penetra a nuestros sentidos, penetra en nuestra conciencia. Sin la piedad las almas se aridecen, transformando la Iglesia de jardín en desierto

Aconseja un santo contemporáneo: Pon en tu mesa de trabajo, en la habitación, en tu cartera…, una imagen de Nuestra Señora, y dirígele la mirada al comenzar la tarea, mientras la realizas y al terminarla. Ella te alcanzará -¡te lo aseguro!- la fuerza para hacer, de tu ocupación, un diálogo amoroso con Dios (Surco núm. 531).

Escapulario del Carmen

Llevar el escapulario de la Virgen del Carmen, o alguna otra medalla, es señal de fe en su intercesión poderosa y símbolo de nuestra alianza con Ella. En la ceremonia de imposición del escapulario del Carmen, el sacerdote recuerda que se debe recibir “impetrando a la Santísima Virgen que, con su gracia –es decir, con la gracia de Dios-, lo lleves sin pecado, te defienda de toda adversidad y te conduzca a la vida eterna”. Quien muere con el escapulario puesto, y no tiene pecado mortal, es conducido al Cielo el sábado siguiente a su muerte, por un privilegio que la Virgen nos concede (SCR, 24-VII-1968, Elenchum Ritum, CELAM, p. 249).

Escribe Scott Hahn: “Si quienes juzgan si la gente ha entendido, bien el evangelio en su esencia descubre hasta qué punto tienen a Dios como Padre… y a María como madre”.

Benedicto XVI recuerda el momento en que Juan Pablo II nombró a la Virgen Madre de la Iglesia: “Permanece indeleble en mi memoria el momento en que, oyendo sus palabras: «Mariam sanctissimam declaramus Matrem Ecclesiae», «declaramos a María santísima Madre de la Iglesia», los padres se pusieron espontáneamente de pie y aplaudieron, rindiendo homenaje a la Madre de Dios, a nuestra Madre, a la Madre de la Iglesia. No está de más recordar aquellas palabras de Jesús a María, reveladas a Santa Brígida: “A todos los que por tu amor me pidan alguna gracia, aunque sean pecadores, se la otorgaré, con tal que tengan voluntad de enmendarse”.

 
Imagen de JASONGR en Pixabay


 

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