Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
Parece que estamos en una sociedad que ha perdido la esperanza, sumergida en un horizonte oscurecido por la absolutización del presente, por un pragmatismo científico y tecnológico que ignora el valor de la persona en cuento tal, e indiferente ante el sufrimiento humano.
Parece ser cierto lo que afirma González Carvajal en ‘ideas y creencias del hombre posmoderno’: ‘el siglo XX ha resultado ser un inmenso cementerio de esperanzas’.
Ahí está el mito del progreso, clave del mundo moderno. Las guerras que no cesan, porque cada cual tiene su razón, razón bélica. El daño ecológico real y defendido por posturas ficticias de una política supuestamente verde, más bien metalizada. Los terrorismos paralizantes de quienes buscan encarcelar en el miedo a sus víctimas. Nuestro hoy plagado de crueldades innombrables, injusticias, impunidad e inseguridad arropadas en la mentira del gobernante en turno y sus corifeos. ‘Palabras, palabras, palabras’,-William Shakespeare, vehículos del engaño procaz. Promesas fementidas de manipulaciones que han orillado al desastre abismal.
Parece que los hechos y acontecimientos que suceden no tienen finalidad trascendente, sino momentánea y de la política del momento.
Es desoladora la postura de G. Vattimo que nos dice que ‘la filosofía no puede ni debe enseñar a dónde nos dirigimos, sino a vivir en la condición de quien no se dirige a ninguna parte’, en su obra ‘Más allá del sujeto’.
Cerrados al futuro, se vive en la cultura narcisista del cuidado del propio cuerpo, de la paz interior de corte budista o del zen, se buscan las terapias grupales o se pretenden los equilibrios psíquicos e incluso posturas religiosas que no buscan la comunión, sino la apologética de la ortodoxia que llene de seguridad lo individual.
Estamos sumergidos en la desconfianza y en el miedo. Parece que no existe valladar contra la violencia inmisericorde que invade nuestros espacios; la miseria de los desplazados y migrantes. Nuestro pequeño y gran mundo, cada vez más inestable e inseguro.
Ante este panorama oscuro y desolador, está Jesucristo nuestra Esperanza, el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (cf Jn 10,11-18).
Solo en él tenemos el horizonte de futuro que es horizonte de esperanza. En él tiene la humanidad un futuro último que trasciende el espacio y el tiempo. En él se tiene la vida plena. La muerte no tiene la última palabra y por eso, ni las guerras, ni los genocidios, ni los terrorismos constituyen el horizonte último de la historia.
Es Jesús mismo Buen Pastor resucitado quien apacienta a través de los pastores-sacerdotes según su Corazón.
Da la vida por sus ovejas hasta la entrega plena de la Cruz. Este es el servicio que nos presta: su magisterio de Pastor, -‘mágis’=más, debe de ser ‘minus’=el menor, el que es ministro o sirve, según esta precisión clara y hermosa de Mons. Rogelio Cabrera, Arzobispo de Monterrey y Presidente de la Conferencia del Episcopado Mexicano.
En la Santísima Eucaristía, misterio y presencia constante de la autodonación de Cristo, nos acoge como Buen Pastor, inmolado y resucitado, nos abraza y nos lleva adelante.
El Buen Pastor, conoce a sus ovejas y ellas lo conocen a él. No puede existir un verdadero conocimiento, si no existe un verdadero y mutuo amor; conocimiento de y desde el Corazón, ‘cor ad cor loquitur’, el Corazón habla al corazón, del Beato John Henry Newman.
Es el Buen Pastor, inmolado y resucitado para toda la humanidad de ayer, de hoy y de siempre. En él todos los pastores-sacerdotes tenemos la responsabilidad de que la humanidad conozca y experimente el Amor de Dios.
Nuestro servicio ha de procurar la unidad en la comunión de la Iglesia hoy, con Pedro y el Obispo en la Iglesia y más allá de los límites intraeclesiales, hemos de trabajar dando nuestra vida por la unidad y por comunión de la humanidad.
El Buen Pastor, inmolado y resucitado, a través nuestro, se hace presente, con nuestra entrega; ser el ‘Yo’ de Jesús prolongado en nuestro ‘yo’, para colaborar con él quien es nuestra Esperanza y crear el nuevo mundo de la comunión, antesala del Cielo-Trinitario, comunión de Amor eterno de las divinas personas, fundamento y esperanza del horizonte de nuestra comunión. Este es nuestro futuro feliz, inmanente y trascendente, ofrecido y conquistado por la victoria del Amor del Buen Pastor.
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