Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa

Ya han pasado cuarenta años desde que, en 1948, la Asamblea General de las Naciones Unidas, aprobó y proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Documento que no hace sino sistematizar y expresar racionalmente lo que en una forma más intuitiva que real, subyacía ya en todas las culturas.

El primero de todos los derechos del hombre es el derecho a la vida, sin el cual, los demás derechos no tienen razón de ser, simplemente no subsisten o tendríamos que hablar de los derechos de los esqueletos humanos. Basado en el artículo número 2 de la Declaración, el derecho a la vida, como todos los demás, es ostentado por toda persona “sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”. Todos tenemos derecho a la vida.

Sin embargo, la constitución de algunos países admite todavía el “derecho” del Estado a atentar contra la vida del individuo según establece la pena de muerte, este acto inútil además de injusto, porque no ha logrado disminuir los índices de criminalidad y sí en muchos casos, aumentarlos. Injusto, porque el tal derecho a matar se aplica, en no pocas circunstancias, contra disidentes ideológicos o adversarios

Inútil, políticos, con lo que esta “muerte legal” no es sino un cruel disfraz de un verdadero homicidio, una venganza llevada hasta el extremo, en la que ha muerto no un criminal, sino un inocente.

Pero es preciso recordar también, el olvidado informe que en 1977 emitió Amnistía Internacional sobre la situación de los derechos humanos de todos los países. Ahí se señala la obligación del Estado de respetar la vida de todos los ciudadanos por igual y de no ser cómplice, mediante el silencio, de las ejecuciones “extraoficiales”, actitud esta última muy extendida en diversas naciones.

Amnistía Internacional -organismo al que nadie puede tachar de partidista-, sentencia, además, en este informe, que el imponer y poner en práctica la pena de muerte, es un acto que envilece a cuantos participan en él, que el efecto llamado disuasorio de la pena de muerte nunca ha podido ser determinado y que existe la trágica posibilidad de aplicar la pena capital a un inocente.

Sin embargo, aunque en algunos países no existe el derecho a la pena de muerte, existe de hecho; porque se emplea como medio de represión política o policiaca contra miembros de oposición e incluso contra grupos raciales, étnicos y religiosos. Con creciente frecuencia la muerte de los ciudadanos toma la forma de desapariciones no justificadas, de ejecuciones sin juicio previo y de viles asesinatos.

No matarás. Estamos a favor de la vida, de esta fascinante aventura que es vivir. Estamos contra la pena de muerte. Contra el homicidio legal y contra el homicidio real que, en última instancia, no son más que una misma violación del primer derecho del hombre. Vivir.

Artículo publicado en El Sol de San Luis, 25 de junio de 1988.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 24 de marzo de 2024 No. 1498

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