Por P. Fernando Pascual
La duda tiene, entre otros, un efecto paralizante. Quien duda no tiene claras las cosas, ni lo que ahora debería hacer, ni se anima a tomar decisiones.
Aristóteles explicaba que la duda es como una cadena que impide ponerse en marcha. Si no sé si el agua de esta fuente sea o no sea potable, no podré beberla por mucho que lo desee.
En ocasiones, las dudas llevan a decisiones que consideramos prudentes: mientras no tenga claridad sobre el origen del dolor de cabeza no tomaré medicinas que pueden tener efectos colaterales.
Otras veces, las dudas provocan una extraña parálisis; por ejemplo, cuando un joven termina el bachillerato y todavía duda sobre la carrera que le gustaría (y le serviría) empezar; o cuando unos novios retrasan año tras año la boda porque todavía tienen dudas sobre si el matrimonio funcionará.
Cuando tenemos una duda, buscamos cómo superarla. En ocasiones, basta con una llamada por teléfono, una consulta rápida en Internet, o un buen libro.
En otras ocasiones, las consultas hacen más compleja la duda. Si un médico me recomienda una terapia, y otro médico otra muy diferente, me siento más confuso y la decisión se retrasa.
Hay temas que se refieren a aspectos éticos o religiosos que pueden generar dudas de gran importancia. ¿Existe un Dios que nos ha creado? ¿Hay vida tras la muerte? ¿Qué religión sería la verdadera?
Estas dudas no se resuelven con una simple búsqueda en Internet, con un libro más o menos ingenioso, o con un amigo que está convencido de que hay (o no hay) algo después de esta vida.
Cada vez que me encuentre ante una duda, necesitaré avivar mi mente y entusiasmar mi corazón para buscar las mejores respuestas.
Porque, como también explicaba Aristóteles, solo cuando hemos encontrado una buena solución (cercana a la verdad) ante una duda, seremos capaces de emprender decisiones concretas que guíen de la mejor manera posible esa vida que ahora tenemos entre nuestras manos…
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