Editorial
En la mayor parte de los debates sobre el aborto, los que están a su favor engañan confundiendo el acto que se lleva a cabo con los fines que se pretenden alcanzar. En general se habla de la seguridad de la mujer; de que debe abortar en condiciones higiénicas, sanitarias, médicas, bien cuidadas, y porque es dueña de su cuerpo y ella decide hacer con él lo que quiera.
Pero se saltan (no sabemos si voluntaria o involuntariamente, aunque esto último es poco menos que imposible) el acto que se tiene que llevar a cabo para que se cumplan sus deseos (a menudo inducidos por quienes las rodean): matar a una persona.
Es muy frecuente la respuesta: no es una persona, es un montón de células. Ustedes, nos lo dicen con ira, lo ven como un pecado, porque mezclan la religión. La entrevista que publicamos en este número rebate este y otros argumentos a favor de eliminar a un ser humano diferente de la madre que lo lleva en su seno.
Diana Gamboa, autora del libro El pretendido “derecho” al aborto, lo enfrenta desde el punto de vista jurídico. Y enseña que la Constitución tanto como los acuerdos internacionales que rigen en México consideran al no nacido como ser humano. Y si es ser humano es titular de todos los derechos que tiene una persona.
Viene, entonces, la artimaña lingüística: si eres humano, pero “todavía” no eres persona, por lo tanto, puedo hacer contigo lo que me dé la gana, más aún si me estorbas (o me presionan para que me estorbes).
El mensaje es brutal. Negar el carácter personal del ser humano es deshumanizar al mundo. Por eso decía el filósofo español Julián Marías que la aceptación social del aborto es lo más grave que ha sucedido en el siglo pasado. Y en este siglo. Y en cualquier siglo.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 24 de marzo de 2024 No. 1498