Por Monseñor Joaquín Antonio Peñalosa
No hay persona inútil en la vida, ni el anciano, ni el jubilado, ni el minusválido. Otra cosa es que la sociedad los haga inútiles al no considerarlos en íntegra valoración humana, sino como “una cosa para ser empleada con éxito en el mercado”, según Erich Fromm.
La jubilación es el cese en el trabajo por haber alcanzado la edad reglamentaria o por incapacidad física. El porcentaje de jubilados aumenta caudalosamente año con año, según las leyes laborales, sobre todo las del primer mundo, precipitan cada vez más el tiempo en que el trabajador debe abandonar su puesto para marchar a casa. ¿A hacer qué? ¿A descansar cómo? ¿A vivir para qué?
Socialmente, un jubilado es un venido a menos, un nombre tachado no solo de las nóminas, sino además en la vida misma. De ser un honrado operador, un gerente honorable, un mecánico experimentado, de ser alguien reconocido por su nombre y apellido, pasa al anonimato más borroso, pasa del ser al no ser, del existir al no existir. La dura y larga lucha por obtener un puesto social, un prestigio ganado en base a la actividad laboral y un reconocimiento de la comunidad en razón de su trabajo, todo se desmorona cuando cesa el trabajo. En una sociedad fincada en la producción, el jubilado es un marginado que ya no interesa, porque no produce; tiene el mismo valor que un fantasma.
Familiarmente, el jubilado que dispone de todo su tiempo para permanecer en casa ocasiona en muchos casos un serio problema. ¿Qué hacer todo el día, todos los días, entrando y saliendo de la sala al comedor, como león enjaulado? La propia esposa puede verlo como un extraño, acaso como un estorbo, como un flojo que no hace nada y, si bien le va, como un disponible mandadero, recadero, portero y telefonista del hogar, dulce hogar.
Física y psíquicamente, la jubilación afecta como un virus. La alegría inicial al verse liberado de un horario y de una responsabilidad no suele durar largo tiempo, cuando el jubilado comprueba que no sabe utilizar un tiempo libre larguísimo que se le impone, que le cae de encima. Aparece enseguida el aburrimiento y el hastío. Y los síntomas de una salud quebrantada. Porque el agua que no corre se estanca. Y el agua estancada se pudre.
Económicamente, el problema del jubilado resulta angustioso. Porque es inhumano -y para nadie más que para las clases débiles-, comprobar que al fin de una vida de lucha y de trabajo, las pensiones no permiten vivir una vejez desahogada y digna.
Es un contrasentido hablar de jubilación como de júbilo y de goce, cuando el resultado es venir a menos para ser un don nadie, pobre y melancólico, inutilizado y enfermo, sin recibir la justicia ni por lo menos el agradecimiento de la comunidad en cuyo servicio el jubilado acabó su vida.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 7 de abril de 2024 No. 1500