Por Rebeca Reynaud

¿Qué es lo primero que captamos de una persona cuando la acabamos de conocer?… Alguno dirá “su mirada”; otro, “su modo de vestir”; otro más: “su corporeidad”. La respuesta quizás más acertada sería su expresión.

La actitud más primitiva es la que se refiere a la capa externa de la persona, a su cuerpo, pero no por ello pierde importancia. La segunda capa está constituida por el carácter de esa individualidad; hay más profundidad en ello, pero todavía no se llega al meollo de la persona. El amor es la orientación directa hacia la persona espiritual del ser amado, en cuanto algo único e irrepetible. Aquí la persona es el centro de las otras dos capas; pero ya no se fija tanto en lo que la persona tiene, de buena imagen o buen carácter, sino en lo que aquella persona es.

Los sociólogos dicen que en las grandes ciudades las personas apenas tienen algo en común. Nadie se exterioriza. Todos protegen su intimidad. Cuando una persona se exterioriza, en el lugar y en el tiempo debidos, empieza a enriquecerse. Un modo de exteriorizarse es mirar; otro, sonreír. Sonreírle a otra persona equivale a decir “me caes bien”, “te acepto como persona”.

Los medios y la publicidad ponen un tremendo énfasis en el valor de la persona considerando sólo su aspecto físico. Esto da como resultado un concepto equivocado del propio poder de atracción, ocasionando con esto que muchas mujeres desarrollen ideas irreales y erróneas respecto a su valor.

El sistema de la moda actual ha trascendido el traje para insertarse en la sensibilidad y en la capacidad de percepción. Para muchos, el deseo de mostrarse superiores ante sus conocidos se ha convertido en una de sus metas. Así, muchas personas se dedican exclusivamente a alimentar lo que va a morir: el cuerpo, y viven despreocupadas de nutrir el espíritu a través de lecturas culturales y de hacer oración. Son almas inválidas, desnutridas espiritualmente. Hoy se ve a una humanidad rendida a la imagen externa, que idolatra la carne y al mundo material, que busca en vano llenar el vacío más profundo provocado por la ausencia de Dios. Vive entonces con un mar de deseos y ansiedades que la llegan a enfermar. Las guerras personales y mundiales no encuentran solución porque su vehículo no es la justicia sino el odio. Hay quien busca resolver su dolor creando dolor en los demás.

LA FLECHA Y EL ESPEJO

Las palabras y las imágenes no pueden más que aproximarse a este misterio de ser persona. El símbolo que se usa en medicina para designar el sexo masculino es un círculo con una flecha dirigida hacia la derecha, signo que en la antigüedad designaba al planeta Marte. Se compara al hombre con una flecha: su interés se dirige más hacia el exterior. El símbolo de la mujer es un espejo con una empuñadura en forma de cruz, signo que corresponde al planeta Venus. Nos gusta comparar a la mujer con un espejo porque la mujer ama y refleja el amor que recibe y la dicha de ser mujer.

La mujer tiene una sexualidad secundaria; el varón tiene una sexualidad súbita, es decir, es más vulnerable. A veces dice la mujer:

—“Me voy fuera unos meses, mi marido se porta bien y es bueno, así que no pasa nada”.

—“Por eso, porque es muy bueno, te lo pueden bajar”-, le podríamos decir.

La mujer tiene un alma concéntrica, y quiere encontrar apoyo en el varón. Para una mujer el amor lo es todo. Para el varón el amor es un capítulo, aunque hay sus excepciones.

Hombre y mujer somos diferentes. ¡Viva la diferencia!, dicen los franceses. Ovidio dice que la mujer va al teatro –no para ver- sino para que la vean. A casi todos nos importa la imagen exterior y se nos olvida que hay también una interioridad que cultivar.

Dice Mafalda que, hay mujeres tan complicadas que cuando se aparece el príncipe azul, no es el tono de azul que querían.

Sean Covey escribe: “Cuando oigo decir que algunos adolescentes tienen relaciones sexuales porque no pueden controlar sus hormonas, se da por hecho de que eres incapaz de controlar tus impulsos. No somos perros en celo. Un adolescente relata: Mi exnovia quería tener relaciones sexuales, pero yo me negué. Ella no dejaba de presionarme y eso me confundía mucho. Ella me gustaba –literal-. Supongo que consiguió lo que quería con su siguiente novio, aunque terminaron. El mes pasado me dijo que yo era el único chico que respetaba a las mujeres y no las usaba. Añadió que quisiera seguir conmigo”.

 
Imagen de StockSnap en Pixabay


 

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