Por Arturo Zárate Ruiz

En su novela El nombre de la rosa, Umberto Eco pone en boca de un avinagrado bibliotecario lo siguiente: «la risa está bastante cerca de la muerte y de la corrupción del cuerpo». El religioso exige además en su monasterio las caras tristes: monje que no lo haga, acaba envenenado.  Así, la novela de Eco transpira una visión del Medievo, es más, de los católicos como amargados.  A no ser por un franciscano quien sonríe a veces y resuelve crímenes al estilo Sherlock Holmes (posiblemente por haber perdido la fe y ser “científico”), se diría que, según esta visión, la Iglesia no admite la alegría, sólo el sufrimiento. ¡Ridículo!

He allí que el demasiado medieval santo Tomás de Aquino reconoce que alguna risa sigue a la alegría, y en varios salmos se celebra la risa del justo, que indica el verse colmada su alma por las bendiciones de Dios.

Pero, en cualquier caso, hay que admitir, en alguna medida, la advertencia del bibliotecario avinagrado: no toda risa es buena.

A veces nos reímos del feo o defectuoso, como no pocos niños abusivos en la escuela.  Tal vez esa risa en sí no niegue la caridad, de ser un inconsciente alivio por no encontrarnos en la situación de Quasimodo, algo así como cuando sonreímos, tras un accidente horrible, por no ser los muertos tras desplomarse el edificio.  No es que nos alegremos del mal ajeno, sino del bien propio.

Pero cuando la risa es además burla, entonces es muy posible la intención de hacer daño, aplastar, humillar a una víctima.  Esta risa, las más de las veces reprobable, celebra el mal ajeno.  Cabe, sin embargo, en contextos de defensa propia frente al enemigo, para inhabilitarlo.  Es quizás válida en competencias políticas o deportivas.  De ser así, más vale que la burla sea ingeniosa para no convertirse el burlón en burlado, como Valvert quien, tras querer reírse de Cyrano de Bergerac, quedó como tonto cuando su víctima le instruyó sobre cómo insultar con gracia: no decir «tienes una nariz grande» sino «¡Oh, magistral nariz!, ¡ningún viento lograría resfriarte!» y otras mil variantes muy inteligentes.  Es más, aun el peor insulto, si brillante, preserva puentes a una posible amistad entre los enfrentados.  Al ofenderse con agudezas, reconocen uno y otro que tienen cerebro para entender, y entenderse a punto de convertirse en los mejores cuates.  De hecho, un insulto ingenioso, que genere risa, es uno de los mejores correctivos posibles a un amigo.

Ciertamente, la agudeza no se necesita en el gesto, expresión o travesura para que ocurra lo ridículo.  A éste le basta que coexistan incongruencias, como la del marido que presume decir la última palabra: «Lo que tu digas, mi vida». La agudeza la necesitamos los oyentes para descubrir la incongruencia.  Vemos burla si el señalamiento se restringe a un mandilón víctima, y buen humor si quien señala es otro mandilón que se ríe sobre todo de sí mismo. El buen humor hermana; la burla, separa.  El burlón es soberbio: ve la paja en el ojo ajeno. El humorista, humilde, por admitir la viga en el propio. Y se ríe bien, porque, al reconocerse poca cosa, Dios lo ha iluminado y lo engrandece.  Coexiste así lo “incongruente”.

Me atrevo a pensar que Jesús no quiso burlarse de nosotros con eso de «Raza de víboras» y «sepulcros blanqueados», ni particularmente lo hizo al escoger a un cobarde como portero de su Reino (de leer los Evangelios como novela, san Pedro parece un patiño que realza la figura del Mesías).  Jesús, por ser «manso y humilde de corazón» debió de reírse de sí mismo.  En el Símbolo de San Atanasio creemos que Él es «Igual al Padre, según la divinidad; menor que el Padre, según la humanidad».  Esta “incongruencia” debió causarle alguna risa a Jesús incluso en momentos tan solemnes como cuando pronunció el Sermón de la Montaña, no hablemos de cuando, siendo aun bebito, se le acercó María para cambiarle los pañales.  «Comienza, ¡oh, parvulillo!, por la sonrisa a reconocer a tu madre», profetizó el gran poeta latino Virgilio.

Dios se hizo Hombre, y, aunque vio la “incongruencia”, se alegró y gozó de la risa del Justo.

 
Imagen de Pexels en Pixabay


 

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