Por Rebeca Reynaud

El autor de El Principito, Saint-Exupery, dice: Lo esencial es invisible para los ojos.

En el libro Mi vuelta a Dios, Peter Seewald —el periodista que ha entrevistado a Benedicto XVI— cuenta que estaba solo, de viaje en un tren, y decidió leer el Evangelio según San Mateo. Narra: Leí –dice- como nos enseñó a leer textos un viejo profesor de mi escuela. Acostumbraba a decir que todo escrito delata a su autor: “Puedes saber todo de una persona, si conoces su lenguaje. No te conformes con lo que otros han pensado o han dicho. Tú eres el primer lector. Se ha escrito sólo para ti, y si lo estudias con los sentidos abiertos, aprenderás”. Leer el Evangelio bajo esta luz fue estremecedor. Ninguna de las personas que yo conocía podía escribir así. La dicción de ese texto, las afirmaciones, las asociaciones, todo lo que decía Jesús y cómo lo decía, casi todo estaba completamente fuera del ámbito humano. ¡Dios mío!, pensé, apoyé la cabeza en las manos y contemplé durante mucho tiempo desde la ventana el mundo (…) Eso que acabo de leer no es otra cosa que la Palabra de Dios (cfr. p. 98s).

Peter Seewald sigue diciendo en su libro Mi vuelta a Dios: Más adelante me pareció que los cristianos tienen una serie de ventajas que no había visto nunca. ¿No son más naturales y al mismo tiempo más sobrenaturales, porque intentan participar de lo invisible y de lo infinito? ¿No tienen un mayor consuelo pues saben que sus pecados les son perdonados? Tienen la tradición con todo lo que los hombres han vivido, han enseñado, han experimentado a lo largo del tiempo. Tienen palabras sacras que les dan fuerza. Se pueden alegrar mejor porque Dios les regala todo…Tienen los artistas más geniales, los templos más bellos. Incluso tienen a los ángeles a su lado… Y tienen la Buena Nueva sobre la que pueden meditar (cfr. p. 106s).

Yo no quería conocer la verdad light de la fe. Los sacerdotes que se avergüenzan de las verdades de fe de la Iglesia me aburrían. Su modernidad es tan fresca como la mantequilla rancia. Es una teología que no quema, que no enciende a nadie. Yo buscaba el original, las bases, aunque fueran difíciles de comprender y de aceptar. El cristianismo no es una religión de ególatras; de eso ya me había percatado. Quizás sea esta la razón de por qué la religión de Jesús encuentra tantas dificultades en una sociedad de personas egocéntricas. Yo había estado ausente de ella por más de 20 años… Cuando un periódico alemán me ofreció el puesto de especialista en religión, lo rechacé indignado, no quería tener relación con la fe… y de repente te encuentras en la venerable abadía de Montecassino frente a un cardenal; dejas que te explique la doctrina cristiana y luego escribes libros sobre temas que antes ni siquiera te interesaban. El encuentro con el cardenal Ratzinger me dio el empujón para dar el último gran paso (cfr. p. 114 -118).

La fe es un planteamiento integral, sigue Seewald, “un sistema completo de pensamiento correcto, de comportamiento correcto, ocupaciones correctas y relaciones correctas… El cristianismo es la mejor forma y la más moderna de vivir, y también la más libre. Es la religión de la libertad.”

Muchas veces no queremos depender de nadie, ni de Dios, e ignoramos que somos indigentes.  Ya el hecho de que la Tierra tenga una órbita llamativamente ideal en torno al sol no se puede explicar sino con la fe. Si en esa órbita se produjera tan solo una desviación del uno por ciento, ya no sería posible la vida en ella. A veces se precisan varios siglos para que la ciencia descubra lo que la Biblia ha dicho hace ya mucho tiempo.

Jesús no era ningún soñador romántico. Exigió de los hombres esfuerzo, incluso el mayor que puede pedirse: la conversión. Y esta no es posible sin la oración; sin ella, la vida interior languidece, pierde fuerza.

A Dios hay que pedirle todo menos explicaciones…, con el paso del tiempo entenderemos lo que ahora no se entiende. Dios permite muchas cosas para afianzarnos en la fe; nos pone a prueba. El demonio pone de su parte pesimismo, ansias, angustias, temores e imaginaciones que nos llevan a perder la paz. La soberbia que nos ataca, es ver todo desde el propio yo: el yo es el centro, es el referente, es la medida de todo. Gran parte de nuestra lucha tiene que ir por no ser el centro, porque Dios sea el centro de la vida. El humilde reza mucho porque sabe que solo no puede nada, y que Dios pone el incremento si hay confianza en Él. Entre menos aparece el yo es más fácil la convivencia con los demás.

Entre más cerca de Dios está una persona más sensible es para arrepentirse y pedir perdón, más consciente es de que debe de cambiar. Juan Pablo II escribe: “No podemos olvidar que la conversión es un acto interior de una especial profundidad, en el que el hombre no puede ser sustituido por los otros, no puede hacerse “reemplazar” por la comunidad.” (Redemptor hominis, n. 20).

Muchas conversiones vienen precedidas por una crisis. La conversión es el paso del yo a “ya no más yo” (BENEDICTO XVI).

Ante los obstáculos imponentes, ayuda pensar como Tomás Moro. El yerno de Tomás Moro, William Roper, durante algún tiempo defendió las ideas luteranas recién llegadas a Londres, pero regresó a la fe católica y en ella se mantuvo hasta su muerte. Según el relato de Harpsfield, Roper era muy bueno para los debates y la polémica cuando se casó con Margaret, hija de Tomás Moro. Moro explica a su hija que después de haber debatido mucho, ha decidido por fin no discutir más y concentrar sus fuerzas en otro lugar:

“Meg, llevo ya mucho tiempo luchando con tu marido. He razonado y argumentado  con él sobre esos puntos de la religión, y le he ofrecido mi modesto y paternal consejo; pero veo que nada de esto le trae a casa. Así que, Meg, ya no voy a debatir ni a discutir más con él sino que lo voy a dejar en paz, y de esta manera tendré tiempo para acudir a Dios y rezar por él”. Cresacre Moro añadió que a partir de ese momento Roper fue un “perfecto católico” y un verdadero campeón de la fe (cfr. p. xxv del libro de Álvaro de Silva,).

Benedicto XVI dijo: «La escuela de la fe no es una marcha triunfal, sino un camino salpicado de sufrimientos y de amor, de pruebas y fidelidad que hay que renovar todos los días». «Pedro, que había prometido fe absoluta, experimenta la amargura y la humillación del que reniega: el orgulloso aprende, a costa suya, la humildad», indicó, mostrando la clave que hizo de Pedro un apóstol. (Audiencia miércoles, 24 mayo 2006).

 
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