Por Rebeca Reynaud
Dicen que uno no es responsable de la cara que tiene sino “de la cara que pone”.
Jesús sacó lo mejor de los demás. Lo mismo trataremos de hacer en la vida en familia y en la amistad. El artista es Dios, nosotros somos instrumentos.
El Señor le dice a Gabriela Bossis: “Cuando tu recibes con una sonrisa las pequeñas contrariedades de la vida diaria, con ello curas mis llagas” (n. 165).
El Espíritu Santo se manifiesta en nuestro carácter y en la posesión de los dones del Espíritu. Transforma nuestro carácter con los cuatro frutos propios de él; amor, alegría, paz, paciencia, gentileza, bondad, fidelidad y propio control.
Sus dones son nueve, entre ellos está la capacidad de consejo, ciencia, poder de hacer milagros, discernimiento, don de lenguas, de inteligencia, magnanimidad, don de profecía. El don es un regalo inmerecido. La salvación es un don. Para recibirlo hay que creer.
En la Biblia, el libro de los Proverbios dice: Es de sabios hablar poco y de inteligentes mantener la calma. Hasta el necio pasa por sabio e inteligente cuando se calla y guarda silencio.
El filósofo Alejandro Llano escribe: Una buena formación del carácter es aquella que consiste en que llegue a gustarme lo bueno y a desagradarme lo malo. Porque entonces será señal de que mi libertad está dejando poso en mi propio cuerpo (La vida lograda).
El carácter, o la falta de él, determina gran parte de nuestro futuro.
Don Álvaro del Portillo escribe: “No permitáis, ante las flaquezas de los demás, que se endurezca ese corazón grande que os ha otorgado el Señor. No os canséis de perdonar y de amar. Aprended a querer queriendo” (carta de marzo de 1992, n. 40 in fine).
En la medida en que nos sabemos hijos queridos de Dios, queremos a los demás, porque la filiación divina lleva consigo la fraternidad en Cristo.
A veces pensamos, ¿por qué no sé amar más?, o ¿por qué esta persona no acaba de entender la fraternidad? Porque quizás se sabe hijo de Dios, pero no vive bien esa filiación divina. Saber querer no es una cualidad de temperamento, sino de virtud: de la virtud teologal de la caridad.
San Agustín da un consejo: si quieres conocer a una persona, no te fijes en lo que hace y dice; fíjate qué ama, qué desea. Lo que uno desea es lo que uno es. ¿A dónde se le va el corazón?… allí están sus amores.
“La única criatura en la tierra que Dios ha querido por sí misma”: el hombre (Gaudium et spes, 24). Ese amor singular no apunta solamente al ser humano como especie; el Señor ama por sí misma a cada persona, hasta tal punto de entregar a su Hijo Unigénito por su salvación (idea que nunca acabaremos de entender, sólo la Virgen lo entiende plenamente).
Ante el mal carácter podemos justificarnos y decir “yo soy así”. San Josemaría nos advertía: “No digas: “Es mi genio así…, son cosas de mi carácter”. Son cosas de tu falta de carácter.” (Camino, n. 4). Puede darse un apegamiento excesivo a nuestro carácter. Es importante revisar en qué detalles no queremos cambiar, y dialogarlo con el Señor.
Cuando una persona se deja guiar por la sensación de los sentidos, por las tendencias sensibles o por el sentimentalismo, decimos que tiene un carácter débil. Cuando decimos que alguien tiene mal carácter, nos referimos a que se deja llevar por la ira, por el capricho o por el “qué dirán”, que finge, y no se muestra como es. Se dejan llevar por impulsos sensibles, sin intervención alguna de la inteligencia.
El talento se educa en la calma, y el carácter en la tempestad, decía Goethe.
Podemos decirle a la Virgen: Gracias por acogernos, gracias por auxiliarnos constantemente, para que nuestra vida cotidiana, Señora y Madre nuestra, sea mejor. Tú que viviste siempre para Dios, haz que nosotros vivamos también para Dios y para Él sea hasta la última respiración.
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