Por P. Alejandro Cortés González-Báez

Hace algún tiempo en la Ciudad de México, descubrí a una chica recién atropellada. Lo primero que me vino a la cabeza fue: ¡Qu alguien llame una ambulancia y a un sacerdote!… y ¡tate!, caí en la cuenta que el sacerdote era yo, con lo cual ya sólo faltaba la ambulancia. Por mi parte, ni tardo ni perezoso me apeé (Nota: el verbo “apearse” se suele usar para designar la acción de bajarse de un caballo, pero en aquel momento yo no tenía un caballo a la mano, por lo que no tuve más remedio que apearme de mi Chevy).

Gracias a Dios, su lesión no era de gravedad, aunque por el golpe perdió momentáneamente el conocimiento. Pocos minutos después llegó una ambulancia y todo se solucionó con agilidad.

Me llamó la atención que al despertar me preguntara: ¿Dónde estoy? Hasta ese momento yo pensaba que tal pregunta era exclusiva del cine y la televisión. Más tarde, entendí la importancia de conocer nuestra ubicación, pues cuando no sabemos dónde estamos… nos encontramos perdidos.

Todos los que tengan la experiencia de haberse perdido conocerán esa sensación de inseguridad, la cual se transforma en miedo. Si esto lo referimos a nuestra existencia, el asunto se dimensiona en proporciones peligrosas, y por desgracia, es fácil descubrir a muchas personas desubicadas en la vida. Hay hijos que se creen papás; alumnos que se creen maestros; maestros que se creen directores; conocidos que se creen amigos; amigos que se creen novios; novios que se creen esposos; casados que se creen solteros; adolescentes que se creen adultos; feos que se creen guapos; enfadosos que se creen simpáticos; tontos que se creen listos; secretarias que se creen secretario de Gobernación…

Hay muchos sistemas que nos pueden orientar, pero en resumen podemos decir que aquellos que viven sirviendo a los demás, tanto en los servicios de emergencia, en el hogar, como tantas madres de familia, o las empleadas domésticas, o en mil formas más… han encontrado el Oriente, pues servir a los demás es lo único que nos ubica en la vida.

Antes se hablaba simplemente del servicio, hoy en cambio, se habla de “la calidad en el servicio”, y es que se ha descubierto que, para servir mejor hay que estar preparados. Esto es, crecer nosotros mismos como personas, tanto en el fomento de la cultura, como en el ejercicio de las virtudes.

Sin embargo, aquí aparece otro peligro: el deseo de profesionalizar nuestras actividades por motivos puramente lucrativos o de vanidad personal, olvidando que el verdadero servicio debe basarse en la correcta valoración del ser humano como tal, lo cual redunda en nuestro perfeccionamiento individual, ya que en los demás descubrimos a un “otro yo”, anexando algo de su vida a la nuestra.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 7 de abril de 2024 No. 1500

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