Por Arturo Zárate Ruiz
Jesús dijo «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios». De ignorarlo, se da el cesarismo o el clericalismo. Éste ocurre cuando un líder religioso, y no tú, decide cuánto caldo le pones a los frijoles; aquél, cuando el gobernante civil lo hace, inclusive sobre tu religión.
Hoy hay todavía países muy clericales: no pocos musulmanes. Todo debe darse según prescriben los imanes, y su código, la sharía. Quien no es musulmán carece de derechos civiles o aun se le esclaviza. Que estados confesionales abracen todavía hoy el catolicismo no es porque la Iglesia lo imponga, sino porque el estado mismo lo promueve, pero sin obligar, como vínculo de identidad. De hecho, sin ser “religiosos”, los estados agnósticos o incluso ateos (como lo fueron los soviéticos) educan a su población según sus principios, que son su confesión oficial.
Podríamos decir así que todo estado es confesional. Lo malo es cuando incluye lo contrario a la razón en su adoctrinamiento, como de hecho ha ocurrido en México (dizque por su educación “científica”) al presentar la religión como superstición y promover el anticatolicismo en muchos cursos. Que la fe no sea ciencia no significa que no sea razonable. Tampoco la buena filosofía es ciencia y no por eso es tonta. De hecho, la fe de la Iglesia nunca se opone a la razón. El problema ocurre cuando líderes religiosos y sobre todo políticos se inventan creencias distintas a la fe y a la razón y quieren imponerlas a su conveniencia.
El caso Galileo es el que más le achacan a la Iglesia como contrario a la razón. Pero sólo se le pidió que presentara su teoría como tal y no como hecho. Entonces sólo era teoría. Y se le castigó con encierro domiciliario en un palacio, no por sus hallazgos sino por ser groserísimo con un jefe de Estado: lo era el Papa en Roma. En otros reinos de esa época lo hubieran decapitado, es más, desollado vivo.
El Papa se convirtió en jefe de Estado en 452 cuando, por no hacerlo el emperador, tuvo que defender Roma frente Atila, quien destruía todo. Todavía es jefe de Estado del Vaticano para no sujetarse, en la fe, a un jefe político. En no pocas ocasiones príncipes mundanos han intentado cambiar la fe encarcelando a los papas, como lo hizo Napoleón, o los reyes franceses, siglos antes, en Aviñón; o, si no para cambiar la fe, sí emperadores para nombrar obispos acomodaticios a su corrupción. Muchos príncipes alemanes y reyes de Inglaterra y países nórdicos fueron más astutos: prohibieron el catolicismo para imponer sus caprichos. Surgieron así los protestantes, serviles al líder político: los anglicanos y los luteranos, entre otros. Ya había ocurrido esto en oriente, con los emperadores bizantinos: sometieron a sus obispos y los obligaron a desconocer Roma, por considerarla una piedra en su zapato. No pudo Calles en México con esta treta cuando persiguió a la Iglesia y quiso sustituirla con las iglesias “Católica Mexicana” y la “Luz del Mundo”. Si en Estados Unidos no se ha dado este obvio cesarismo ha sido, no por falta de ganas de sus gobernantes, sino por innecesario: las religiones pulverizadas en tantas sectas no representan cuestionamiento al liderazgo político, tan así que el presidente Biden, aunque católico, impone a capricho el aborto en su país, el muy impío.
Que la Inquisición fue clericalismo. Pero surgió en España para impedir a su César identificar quién ataca la fe, cuando eso corresponde a Iglesia. Frenó así al rey cuando perseguía enemigos dizque por irreligiosidad, por lo que las brujas y herejes quemados en España fueron mínimos, de considerar el resto de Europa. En la Nueva España se quemaron menos en 300 años que las 19 que se ejecutaron en un día, en Salem, hoy Estados Unidos. Roma fue la única que, por no sucumbir al cesarismo, jamás expulsó a los judíos.
Y si parece clericalismo que la Iglesia cuidase de la tierra de los indios en América, lo hizo para que los españoles no los despojasen de todo, como los liberales en el siglo XIX para vender esas tierras a capitalistas extranjeros, como Enrique VIII en el siglo XVI al vender las propiedades de las órdenes católicas a los burgueses en Inglaterra, y ganarse de este modo su apoyo.