Por P. Alejandro Cortés González-Báez

Con motivo de una clase para mamás jóvenes, una de ellas nos refirió la anécdota de su pequeña, de escasos cuatro años, cuando fue castigada por no obedecer. Dicho correctivo le fue decretado con estas palabras: Pues entonces no vas a ver la televisión en dos días. Al escuchar el fallo de la autoridad, la infanta se abrazó al monitor y con un tono digno de la más cursi telenovela de nuestra muy patriótica historia nacional, gritó sumida en un amargo llanto: ¡Nooo, mamaaaá, por favor, nooo…, la televisión nooo… (aspiración profunda para dar paso a una pronunciación entrecortada, aunque bien vocalizada), la televisión noooo!

Partiendo de la base de que hemos sido formados en un sentimentalismo altamente dramatizado, y si aceptamos que cada pueblo tiene el gobierno que se merece –según el dicho popular– creo que podemos admitir que, de igual forma, tenemos los discursos políticos que nos merecemos, o sea, esos “discursis” a los que nos tiene acostumbrados algunos manipuladores de la opinión pública.

Según el sentir de muchos, la política es el arte de gobernar en busca del bien común, pero conviene no perder de vista que gobernar un pueblo debería ser algo muy distinto a pastorear un rebaño. Esto nos lleva a la necesidad de tener un soporte antropológico fuerte y bien estructurado pues, de lo contrario, regir los destinos de la ciudadanía podría derivar en el ejercicio de una dictadura cruel o blanda, pero dictadura al fin.

Desafortunadamente existe una cultura política barata que suele usar más de actuaciones teatrales que de argumentos, y que podemos encontrar en las disertaciones de activistas de los más diversos colores y sabores.

Otra forma de concebir la política es sumamente pragmática, teniendo como único objetivo los resultados económicos, hacia los cuales dirige casi todas sus capacidades, olvidando las aspiraciones de los gobernados en los otros aspectos de la realidad social.

Está claro que los servidores públicos no tienen que ser filósofos, pero, dentro de su formación, sí deberían contar con una educación que les sirva de luz para conocer toda la riqueza del ser humano y así poder tratarlo como se merece. Este asunto se refleja, por ejemplo, en temas tan elementales e importantes como los programas educativos; de atención médica; de protección a la familia; etc.

Aquí entra de lleno una cultura social donde los gobernantes se saben y actúan como verdaderos empleados y servidores públicos. Es decir, como personas contratadas temporalmente por el electorado para administrar con honradez en bien de todos. Dicha mentalidad ha de llevar consigo un real sentido de compromiso. ¿Será todo esto una utopía?

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 2 de junio de 2024 No. 1508

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