Por Rebeca Reynaud

Los discípulos estaban llenos de alegría cuando volvieron del monte de los Olivos a Jerusalén. La ascensión del Señor era la última aparición del resucitado. Esta despedida tiene en sí algo triunfal y esperanzado, esta vez Jesús no se ha marchado a la muerte, sino a la vida. Lo que en ella haya sucedido es la llegada de lo definitivo de la redención, de manera que el conocimiento se hace alegría.

San Lucas nos cuenta que en los cuarenta días posteriores a la resurrección Jesús se mostró a sus discípulos, explicándoles las cosas del reino de Dios.

Los discípulos ya no conocían a Jesús y su mensaje simplemente desde fuera, sino que éste vivía en ellos mismos. Jesús extendió las manos y los bendijo, cuenta San Lucas, y mientras bendecía desapareció. “Las manos de Cristo se han convertido en el techo que nos cobija, y, a la vez, en la fuerza de apertura que abre hacia arriba la puerta del mundo (…). El acontecimiento que los discípulos habían experimentado había sido bendición, y de él salieron como bendecidos, no como abandonados. Sabían que estaban para siempre bendecidos, y de él salieron como bendecidos, no como abandonados (…). Han sabido que ahora indudablemente tenía validez lo que acababa de decir: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 20,28)”. (J. Ratzinger, Imágenes de la esperanza, pp. 55-57).

Cristo ha levantado la imagen de Adán. “La Ascensión de Cristo es la rehabilitación del hombre: no rebaja el ser golpeado, sino el golpear; no rebaja el ser escupido, sino el escupir; no es ultrajado el que es objeto de burla, sino el burlón; no eleva al hombre la soberbia, sino la humildad; no le hace grande la arbitrariedad, sino la comunión con Dios, de la que es capaz” (Ibidem, p. 57).

El hombre puede vivir en la altura, y sólo así lo entendemos correctamente. La imagen del hombre está levantada, pero tenemos el poder de rebajarla. Se entiende al hombre cuando se sabe de dónde viene y adónde va. “Sólo desde su altura se ilumina su esencia, y sólo cuando se percibe dicha altura nace ante el hombre un respeto profundo y absoluto que lo sigue considerando sagrado hasta en sus envilecimientos: sólo desde allí se puede aprender a amar realmente la condición humana en uno mismo y en los demás (…). El lugar verdadero y propio de nuestro existir es Dios mismo, y que siempre debemos contemplar al hombre desde allí. El antídoto más eficaz contra la degradación del hombre se encuentra en el recuerdo de su grandeza, no en la memoria de sus miserias” (Ibidem, 58).

La liturgia cristiana tiene dimensión cósmica. Nos unimos a la alabanza de la creación y, a la vez, damos voz a la creación.

“El Señor es movimiento hacia arriba y sólo moviéndonos nosotros mismos, alzando la mirada y subiendo, lo conocemos. La subida correcta del hombre acontece allí donde aprende a inclinarse profundamente en la donación humilde al otro hasta bajar a los pies, hasta el gesto humilde del lavatorio de los pies. Precisamente la humildad que sabe abajarse lleva al hombre hacia arriba” (Ibidem, p. 60-61).

De la Ascensión del Señor se puede decir que “la alegría que nació aquel día, cuya aparente despedida fue en realidad el comienzo de una nueva cercanía” (Ibidem, p. 61).

“El misterio de la Ascensión es el impulso divino que sostiene nuestro mundo” (Jean Corbón 1924-2001 Beirut). En su ascensión Cristo celebra la liturgia ante el Padre y la difunde en el mundo con la efusión de su Espíritu.

En el misterio de la Ascensión Cristo se convierte en anamnesis (memoria, recuerdo de los hechos salvíficos de Cristo) ante el Padre ante cuyo rostro presenta sus llagas, dolientes, pero también gloriosas para siempre. En esta anamnesis, el Padre recuerda el misterio pascual del amor, que ha actuado la redención y contempla a su Hijo, que ha regresado de su éxodo como Sacerdote.

La tradición patrística interpretó el Salmo 23 como una profecía del misterio de la Ascensión de Cristo a los Cielos. La Ascensión es inicio de la liturgia eterna. No es el Hombre que entra, es el mundo entero el que entra. La hora de Jesús es la Cruz y la Resurrección. En ese momento brota la liturgia. La liturgia es el misterio del río de la vida que brota del Padre y del Cordero. La liturgia inaugura el Tiempo de la Iglesia. Conforma a la misma Iglesia. Supera la eficacia que de ella se recibe.

Imagen de Gerd Altmann en Pixabay


 

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