Por Arturo Zárate Ruiz

Es un error desechar toda ficción, toda mitología, como mentira.  Bien logradas —nos explica G. K. Chesterton— son el camino que la imaginación toma para capturar las verdades más importantes del hombre. Entre los mitos de los pueblos coras se nos habla, por ejemplo, de un águila que, en lugar de sostenerse sobre el aire, sostiene ella el universo entero con sus garras. Con este mito atisbamos la contingencia, la precariedad del universo en que vivimos, no se diga del hombre mismo. En cualquier momento, de soltarnos el águila de sus garras, todo podría perderse, todo podría acabar.  Sin tener el mito que decírnoslo, atisbamos en él nuestra dependencia, es más, la existencia de Dios.

Pero hay de mitologías a mitologías.

Según Chesterton, la mitología antigua terminó una vez que recibimos de lleno la Revelación, la Verdad completa sobre Dios, de Cristo Jesús. Antes, sin esta Revelación, añade Chesterton, los paganos atisbaban los misterios de lo sobrenatural con su imaginación. Y dice que no era tanto que dogmáticamente creyeran en Zeus, en Venus, en las hadas, o inclusive en diosecitos encargados de permitir funcionar las ruedas de las carretas. A diferencia de un credo revelado, las narrativas cambiaban de boca en boca. Lo que no cambiaba era la certidumbre de que no había allí realidades puramente materiales. Algo así como las historias del Ratón Pérez que recoge los dientes de los niños: a cada uno de mis hijos mi esposa les contó una versión distinta. Y no mentía: con ese mito los introducía a la experiencia del misterio, de lo asombroso.

Sabiendo ya de Cristo resulta, por decirlo de alguna manera, innecesario pensar en Apolo, en Osiris o en Minerva. El relato sobre Cristo no sólo es inmensamente más bello, es además un hecho, no mera aproximación imaginativa al hecho.  Lo que no impide cierta variedad de mitologías. Están los relatos, como las novelas bizantinas y caballerescas del medievo, cuyas ficciones ofrecen un acercamiento imaginario al heroísmo o a la villanía. Las leía con avidez santa Teresa de Ávila. Y nos ofrece Cervantes una parodia en Don Quijote. En cualquier caso, se cuelan en ellas leyendas y supersticiones que perviven en distintas culturas para ilustrar la acción de Dios, o del demonio, en el mundo, por ejemplo, la intervención de santos, brujas o monstruos en la narrativa. Se dan inclusive figuras demoniacas para atisbar los abismos de la maldad, como Drácula; o caracteres que retratan los más profundos dolores humanos, como la Llorona. Muchas ficciones modernas son buenas no sólo por su excelente narrativa, también por atinarle en visualizar lo que son las virtudes y los vicios, la sordidez y la gloria. Frankenstein pinta las consecuencias del intentar el hombre convertirse en Dios; El Señor de los Anillos pinta la grandeza del más humilde.

Hay mitologías modernas que parecen más bien negar lo sobrenatural. De hacerlo, no sirve su imaginación para atisbar las verdades más profundas, sino para ocultarlas.  En cierta medida esto ocurre con muchas historias de super héroes y extraterrestres, por muy entretenidas que sean.  Admito que, según dicen, Superman es evangélico y Hulk, católico.  Pero todos sus superpoderes o debilidades se explican materialmente, sin ningún atisbo de lo sobrenatural.  Superman le teme a la kriptonita verde, y el Hombre Araña lo es por la picadura de un bicho radiactivo. Salvo excepciones, las historias de extraterrestres no hacen sino proclamar que todo el universo se explica materialmente, sin necesitarse más. ¿Que “la fuerza” en la Guerra de las Estrellas? No confundamos la energía, uno de los tantos estados de la materia, como dicen los químicos atómicos, con algo trascendente.

He allí la crisis de mucha literatura moderna. Reducen todo al materialismo. Nada es trascendente. Sólo hay procesos amorales como el polvo que se lleva el viento.  No hay libertad, por tanto, ni metas, ni acción, pues nada se elige ni tiene sentido. Y sin bien ni mal que se escojan, cuando mucho estructuras económicas y sociales, no hay propiamente ni héroes ni villanos, ni virtud o malicia humana como en las buenas novelas, sólo títeres atrapados en el absurdo. Esa literatura no sólo es pésima y falsa, es sobre todo aburrida.

 
Imagen de Jan den Ouden en Pixabay


 

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