Por Arturo Zárate Ruiz

Teorías científicas sobre el origen del hombre y la edad del planeta sacuden la fe de algunos débiles y atizan la impiedad de los ateos. Que somos el producto de la evolución del mono; que, según algunos cálculos geológicos, la Tierra tiene cinco mil millones de años, etc. Estas teorías contrastarían con los seis mil años del universo entero según otros cálculos muy literales de los seis días de la Creación, y de la edad de los patriarcas y otras figuras que precedieron a Jesús.

Fundamentalistas religiosos, con fe no en Dios sino en sus lecturas llanas de las Escrituras, se aferran a la creencia de que, según sus cálculos, la Tierra es joven. Prefieren ignorar toda evidencia sobre la edad, por ejemplo, de una montaña, o de una estrella que admiramos y se encuentra a cien mil años luz. Es probable que también crean que la Tierra es plana porque un versículo del Apocalípsis dice que nuestro planeta tiene cuatro esquinas: «Por tanto —concluyen—no es redondo». A estos literalistas viene a bien recordarles la advertencia de san Agustín, en el siglo V: «es una cosa vergonzosa… escuchar a un cristiano… diciendo tonterías sobre estos temas; y debemos usar todos los medios posibles para evitar una situación tan embarazosa, en la que las personas ponen en evidencia la gran ignorancia en un cristiano y se ríen con desprecio».

Lo que no quiere decir que nos traguemos, sin el más mínimo análisis crítico, lo que se presume como “ciencia”. Decir, por ejemplo, que el hombre evolucionó del gorila o del chimpancé es erróneo. Lo que tal vez puede decirse es que son “parientes” lejanos. Y decir que la “evolución” es resultado de la supervivencia del más fuerte es simplista, como lo demuestra la teoría genética de Mendel (quien no sólo era científico, también un monje). Otro ejemplo, tomar literalmente la Ley de Lavoisier —«La materia ni se crea ni se destruye, sólo se transforma»— negaría no sólo la Creación sino inclusive a su Creador. Ese principio sirve para no errar en las ecuaciones químicas, no para negar a Dios, de quien sabemos por la reflexión filosófica. Es más, que la materia es eterna con eso de que “no se crea”, no se sostiene hoy con la evidencia del “Big Bang”. En fin, que el hombre goce de razón y de libre arbitrio no puede explicarse por la pura materia, lo que prueba la existencia de su espíritu, el cual, por fe, creemos que Dios lo crea directamente en cada persona a la hora de su concepción.

Parecería conveniente, dirían los deístas, un “término medio”: creer en un Creador y estudiar desde una perspectiva puramente “natural” sus criaturas, pues, una vez creadas, Dios hizo y dijo todo lo que le correspondía. Así, deberíamos olvidarnos de las “religiones” —según ellos un invento humano— y sólo estudiar y descubrir “científicamente” el mecanismo del universo. Esta postura es muy común en los masones, quienes hablan de un “arquitecto” de ese universo, pero no de “Papá Dios” y se consideran, por ello, la gente más sabia y razonable del mundo.

El problema con esta postura es que el mundo no es un mero mecanismo. Si incluimos, por ejemplo, el libre arbitrio del hombre, resulta que es un “reloj” que puede dar la hora cuando se le da la gana. Además, hablar sólo del principio del universo, pero no de su fin, que también es Dios, le quita todo sentido a la existencia.

Es más, según el teísmo (propio de los católicos), hay un Dios siempre presente. No basta para explicar el universo ni detectar su origen ni contemplar su fin. Este universo no puede sostenerse por sí solo. Todo lo que vemos es caduco, por tanto, no posee en sí el poder de existir por sí mismo. En consecuencia, existe por un Ser que sí puede, Dios, no sólo su creador, no sólo su fin, sino su sostén.

En fin, a los fundamentalistas que afirman que Dios creo al mundo en seis días, y ya, cabría decirles que algunos teólogos consideran probable esto: que el Creador aún sigue en su creación y que, además de intervenir personalmente en su historia haciéndose Criatura, nos invita a todos los hombres a hacernos uno con Jesús en esa tarea de darle plenitud a su obra.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 11 de junio de 2023 No. 1457

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