Por P. Fernando Pascual

Perder el tiempo resulta sumamente fácil. Basta con aumentar sin necesidad las horas de “sueño”, con naufragar en Internet sin rumbo fijo, con quedar atrapado en una serie televisiva interminable, con leer obsesivamente lecturas inútiles, con hablar y hablar sin decir nada, con jugar una y otra vez a las cartas o con esos aparatos que producen tanta adicción.

Sin embargo, cuando perdemos tiempo, en comportamientos como los anteriores, a la larga experimentamos pena. Pena por lo que dejamos de hacer. Pena porque el tiempo no se recupera. Pena, en muchos casos, porque perder el tiempo nos “cansó” o, incluso, nos dañó física o mentalmente.

Por eso, necesitamos armarnos de voluntad para que el tiempo presente, el único que ahora tengo en mis manos, sea aprovechado de la mejor manera posible.

Ello no implica caer en un activismo absurdo, que al final provoca daño en uno mismo y en otros. Implica, más bien, establecer prioridades y, sobre todo, tener la mente y el corazón orientados a tantas cosas buenas que podemos llevar a cabo.

Esas prioridades empezarán a hacerse realidad cuando rompamos con la búsqueda del placer inmediato, cuando cortemos cadenas de miedo que muchas veces nos paralizan, y cuando tomemos decisiones prudentes y firmes, que se convierten en actos concretos orientados a lo verdaderamente bueno.

Entonces, descubriremos que sí teníamos tiempo para arreglar una lavadora, para visitar a un familiar anciano, para escribir a un amigo en dificultad, para estar una tarde, sin prisas, con la familia.

La vida es demasiado preciosa como para desperdiciarla perdiendo tiempo. Por eso, cada vez que escogemos lo bello, lo noble, lo justo, lo bueno, el corazón se engrandece, sobre todo al constatar que el tiempo que Dios nos otorga cada día ha sido “invertido” en lo único que vale la pena: amar.

 

Imagen de TaniaRose en Pixabay


 

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