Por P. Fernando Pascual

Ocurre más veces de las que imaginamos. Un grupo de amigos o colegas critica con dureza a un familiar, a un compañero de trabajo, o a un conocido.

“Es una persona egoísta. Nunca cumple sus promesas. Nadie debería fiarse de ella. Además, es inconstante como una veleta y caprichosa como si fuera adolescente”.

La lista de críticas varía mucho según los casos y las situaciones. En esas críticas se despelleja a alguien considerado casi como despreciable.

Más tarde, incluso ese mismo día, uno de los “tertulianos” se encuentra con la persona criticada. Se cruzan los saludos. Inicia una pequeña o larga conversación.

Quien antes era un volcán de críticas, tiene que fingir cortesía, respeto, incluso amabilidad. Pero internamente, al tratar con quien antes había sido criticado, experimenta la sensación del hipócrita.

En su corazón, tal vez se diga a sí mismo: “Antes te critiqué sin misericordia, y ahora finjo que te respeto. No sé cómo tengo tanta desfachatez…”

Si miramos a la otra parte, la persona que ha sido objeto de críticas puede, un día, recibir el aviso de que aquella persona que lo había tratado con amabilidad, hace no mucho tiempo lanzaba críticas despiadadas contra ella.

No resulta fácil volver a tratar a alguien que, según nos han dicho, nos ha criticado duramente. Incluso podemos sentir pena al ver su fingimiento, cuando sabemos que, en el fondo de su corazón, nos desprecia…

Para evitar este tipo de situaciones, un poco de prudencia y de respeto nos llevaría a frenar críticas que no llevan a nada positivo y que luego enrarecen las relaciones entre quienes critican y quienes son criticados.

Pero no basta solo con evitar este tipo de situaciones. Hay que ir más a fondo, porque en muchas críticas hay falta de verdad, y en otras muchas hay falta de misericordia.

El Evangelio es claro: “No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados” (Lc 6,37).

En la Carta de Santiago, hay palabras firmes contra la murmuración y las críticas. “No habléis mal unos de otros, hermanos. El que habla mal de un hermano o juzga a su hermano, habla mal de la Ley y juzga a la Ley; y si juzgas a la Ley, ya no eres un cumplidor de la Ley, sino un juez. Uno solo es el legislador y juez, que puede salvar o perder. En cambio tú, ¿quién eres para juzgar al prójimo?” (St 4,11‑12).

El Papa Francisco ha denunciado en diversas ocasiones ese “terrorismo” de las palabras con las que destruimos la fama de nuestros hermanos, a veces con una crueldad cínica que sorprende por proceder de almas que han recibido una formación cristiana.

El mundo está lleno de críticas, murmuraciones, chismes, desprecios. Frente al enorme mal que producen palabras que matan la fama de nuestro prójimo, necesitamos poner un freno firme a nuestra lengua.

Sobre todo, necesitamos una auténtica conversión de los corazones, para que de nuestro interior no salga un fango de críticas perversas, sino palabras llenas de afecto, respeto y amor auténtico.

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