Por monseñor Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Todo pueblo que pretenda subsistir y desarrollarse necesita elaborar un código legal, comunitario y obligatorio, llamado constitución, que defina su naturaleza y programe su futuro. De lo atinado de sus normas y de su observancia dependerá su éxito y supervivencia. La Iglesia de Jesucristo se nutrió de la riqueza espiritual y legal de Israel mediante el Decálogo del Sinaí, al que Jesucristo asumió y perfeccionó mediante su Evangelio.
De este trato con Dios aprendió tanto Israel como el cristianismo a normar su conducta, apreciar su entorno, fraguar su identidad y a abrir su inteligencia y su corazón hacia su Creador. Este aprendizaje comprende normas salidas de su experiencia, tanto de la reflexión de su razón como del diálogo constante con su Dios. A esto la Iglesia llama la “divina revelación”.
DIOS LOS AMÓ PRIMERO
El Catecismo enseña que “La dignidad de la persona humana está arraigada en su creación a imagen y semejanza de Dios” (358), tal y como leemos en el Génesis: “Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer lo creó” (1,26s). Adán y Eva, es decir, la humanidad, gozan de una cualidad específica que los hace irreductibles a ninguna otra criatura. Traen en su ser el sello de su Hacedor. El hombre y la mujer, como pareja que se aman con amor recíproco, son representantes de Dios en el mundo. Reproducen en su ser creatural el amor divino creacional que está en su origen. Dios los amó primero, antes que ellos pudieran corresponder a su amor.
El haber sido creado el hombre “a imagen y semejanza” de Dios, confiere a la humanidad un valor sagrado incomparable, que trasciende toda distinción sexual, social, política, cultural y religiosa. Todo ser humano es obra de Dios, como fruto de su amor, y, por tanto, inviolable en su dignidad. Esta dignidad humana es regalo de Dios, que se recibe como don y se agradece como gracia; no se merece, ni se compra, ni se vende, ni se transfiere, ni se pierde. La dignidad de la persona humana nunca se toca, se respeta y se promueve siempre. Para Jesús, el bien practicado en favor de cualquier ser humano, o su negativa, es el criterio único del juicio final.
EL ABUSO DE LA RAZÓN PRODUCE MONSTRUOS
Esta enseñanza ha sido actualizada y difundida ampliamente por la Iglesia, especialmente por los últimos romanos pontífices, sabedores como son de las miserias que agobian a la humanidad. Todos hemos visto a los poderosos y a los sistemas alienantes en que se amparan, violar, casi por regla, esta dignidad infinita de la persona humana.
Esta doctrina secular y probada ha sido objeto de rechazo tanto al pretender ignorarla como al intentar degradarla con mil subterfugios y eufemismos, que lastiman no sólo el lenguaje sino la verdad: el hombre.
Hablan, por ejemplo, de “dignidad personal” y no “humana”, porque entienden por persona sólo un ser “capaz de razonar”, borrando de un plumazo al recién concebido, al trastornado o al inconsciente. Se fabrican una antropología a su medida, engañosa. También ideologías cerradas han caído en estas aberraciones como señala el papa Benedicto XVI, citado en el documento: “Sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser también presa de distorsiones, como cuando es manipulada por las ideologías o se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la persona humana. Después de todo, dicho abuso de la razón fue lo que provocó la trata de esclavos en primer lugar y otros muchos males sociales, en particular la difusión de las ideologías totalitarias del siglo XX”. El riesgo de padecer semejantes tragedias está siempre a la puerta.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 28 de abril de 2024 No. 1503