Por P. Fernando Pascual

Se escucha con cierta frecuencia que la libertad es la máxima aspiración del ser humano.

La frase puede interpretarse de muchas maneras. Una, bastante obvia, nos recuerda que sin libertad resulta imposible orientar la propia vida según las convicciones y deseos de cada uno.

Aquí se abre un horizonte que puede parecer sorprendente: la libertad es condición, irrenunciable, para lograr lo que queremos. Pero, en el fondo, lo que más queremos no es conseguir la libertad, sino “usar” la libertad para conseguir lo que amamos.

En otras palabras: la libertad no es la máxima aspiración del ser humano, sino que la máxima aspiración consiste en alcanzar aquello que amamos, siempre y cuando eso que amamos sea nuestro verdadero bien.

Por eso, la libertad nos permite orientarnos hacia la búsqueda y la realización de lo que llevamos más dentro del corazón.

Existen, por desgracia, errores a la hora de escoger lo que consideramos como nuestro bien. Basta con recordar cuántos matrimonios, surgidos en plena libertad, desembocan en la desilusión y el fracaso cuando uno (o los dos) confiesan: “me equivoqué, no era él/ella para mí”.

Leemos una hermosa frase escrita por un autor de la Antigua Grecia: “Lo más hermoso es lo más justo; lo mejor, la salud; pero lo más agradable es lograr lo que uno ama”.

Esa frase puede completarse si se añaden estas palabras: “lo que uno ama, cuando ama lo que sea su verdadero bien”.

Nuestra vida transcurre entre miles de elecciones. Esas elecciones serán plenamente humanas si se colocan en un horizonte de libertad auténtica, esa que nos permite realizar lo que amamos.

Pero esas elecciones llevarán a la plenitud solo cuando se orienten hacia bienes verdaderos, desde esa capacidad de nuestras voluntades libres que se expresa en una palabra rica y siempre comprometedora: amor.

 
Imagen de Martín Alfonso Sierra Ospino en Pixabay


 

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