Por Arturo Zárate Ruiz

Cuando los católicos citamos el capítulo 16 de Mateo, solemos poner énfasis en la elección que hace Jesús de Pedro como líder de la Iglesia. Y hacemos bien porque así es. Sin embargo, conviene que pongamos más atención a la imagen de las llaves del Reino. Lo hizo G. K. Chesterton cuando todavía era anglicano (abrazó, finalmente, el catolicismo):

«La fe tiene la elaboración de doctrinas y detalles que […] angustia a aquellos que admiran el Cristianismo sin creer en él. Cuando se abraza una creencia, se está orgulloso de su complejidad; como los cientistas están orgullosos de la complejidad de la ciencia. Esa complejidad demuestra qué rica es en descubrimientos. Si una creencia es en verdad correcta, es hacerle un cumplido decir que es elaboradamente correcta. Accidentalmente, un bastón puede calzar en un hoyo y una piedra calzar en un agujero. Pero una llave y una cerradura, son cosas ambas complejas. Y si una llave calza en una cerradura, se sabe que es la llave adecuada».

Esta observación de Chesterton responde al simplismo de reducir la doctrina cristiana al All we need is love de los hippies, el cual, en términos prácticos, se traduce en fornicar y fumar mota; un simplismo no ajeno a ciertos grupos protestantes que invocan a imaginarias primeras comunidades cristianas, sin obispos, sin sacerdotes, en que todo era amor y salvación por sólo leer la Biblia (la cual no existía todavía entonces) y admitir, sin más requisitos, que Jesús es el Señor, aunque no necesariamente Dios (como yerran los Testigos de Jehová).

Pero la fe es “complicada” porque los hombres, quienes requerimos la salvación, somos complicados. Con simplismos reducimos, por ejemplo, nuestra vida sexual a experiencias ricas (lo que no nos lo niega Dios). Se nos olvida, sin embargo, que estas experiencias deben ser sanas, como nos lo pide Dios. De no circunscribirnos al matrimonio (no sólo sano, también lo más rico), ahí andaríamos, dizque por “simples”, regando hijos, abandonando a mujeres engañadas, y, al fin de nuestros días, también abandonados por nunca haber en verdad amado.

El caso es que por eso los católicos somos, como se quejan algunos, “muy dogmáticos”. De hecho, no nos basta leer cada cual la Biblia, que, como dije, no existía todavía entre los primeros cristianos. Requerimos de la guía de los apóstoles, quienes hacen de la Iglesia Madre y Maestra. Somos los católicos quienes, para explicar nuestra fe, tenemos volúmenes y más volúmenes de teología. He allí, entre otras, la Suma de santo Tomás con 189 cuestiones y 3125 artículos. El Catecismo aprobado por san Juan Pablo II tiene 2854 secciones.

Hay que notar un elemento adicional en la imagen de las llaves. Su guardián, ciertamente, es Pedro, hoy el Papa. A él y a los obispos les corresponde cuidar que éstas preserven su complicada forma. De perderla, no calzaría en la cerradura. No abriría la puerta del Reino. Pero el uso de esas llaves bien preservadas para entrar al Reino nos corresponde a cada uno de nosotros. Nosotros, al abrazar la fe con nuestro compromiso de vida, somos quienes con dicha llave nos abrimos las puertas del Reino. Sólo así podemos entrar a él. Ahora bien, para hacerlo no basta firmar un papelito que diga “Jesús es el Señor”, como dicen algunos protestantes. Tenemos que hacer lo que el Señor —según la fe que hemos recibido de la Iglesia— nos manda. Sin obras, advirtió Santiago, la fe está muerta, por mucho que le pese a Lutero.

Algo más que notar es que el Reino al que accedemos con esas llaves no se reduce al más allá, al Paraíso esperado una vez que muramos en estado de gracia. En Lucas 17, Jesús nos dice que «el Reino de Dios ya está entre ustedes».

¿Qué debemos entender con esto? Por supuesto, sabemos que Dios ya está completo hoy con nosotros en la Eucaristía. Además, Él, que es la misma Sabiduría, con el don de la fe ilumina todo y da sentido a nuestras vidas. Sin ese don, cualquier cosa, aun las cumbres de contento, pierden significado. Pues sin Dios, aun el universo que parece eterno, pero no lo es, lo descubrimos caduco. Y así no nos queda sino sólo polvo, sombras y nada, como dijo sor Juana.

 
Imagen de Dominique Devroye en Pixabay


 

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