Por Rebeca Reynaud
El lenguaje tiene muchas dimensiones. Uno se expresa a sí mismo cuando habla. Al hablar se ve qué tipo de persona se es, qué grado de cultura se posee y en qué términos se valora a los demás. El lenguaje crea cultura.
Hoy está de moda decir malas palabras. A veces no hay más razones para explicar el uso de malas palabras que la de “todos hacen lo mismo”. No nos damos cuenta de que “la estatura moral de las personas crece o disminuye según las palabras que pronuncian y los mensajes que eligen oír”, dice Juan Pablo II. Además, nuestras obras nos siguen y quedan en nuestra alma, moldeándola.
Ana Catalina Emmerick escribe: “Todo cuento el hombre piensa, dice y hace tiene alguna vida y continúa viviendo como obra buena o mala. Lo malo hay que remediarlo con la confesión y la penitencia; de otro modo continuarán las consecuencias del pecado sin término” (tomo X, 478, n. 45).
El lenguaje es una dimensión natural de toda persona humana. El lenguaje sirve para que el ser humano se apropie de un objeto y del mundo. Para conocer la realidad, el ser humano se sirve de los conceptos, y con ellos posee la realidad.
¿Qué es lo más valioso en el mundo? La comunicación humana: Entrar en la intimidad de otro porque el otro lo permite. La persona es un ser dialógico, está diseñada para que hable, para que se comunique.
Un estudio del lenguaje nos revela que “las palabras son a menudo en la historia más poderosas que las cosas y los hechos” (M. Heidegger). El lenguaje tiene un poder insospechado para orientar el pensamiento y la conducta de las personas y de los pueblos.
Dice la Biblia: “Que no salga de vuestra boca ninguna palabra mala (…) La fornicación, y toda impureza o avaricia ni se nombre entre vosotros, ni palabras torpes ni conversaciones vanas o tonterías, que no convienen” (Efes 4,29 y 5,3-5). También dice: “Desechad todas esas cosas: la ira, la indignación, la malicia, la maledicencia y las palabras deshonestas” (Col 3,8).
Lo propio del hombre es ser libre, ser dueño de sí. Es verdad que puede dejarse llevar por los instintos, pero normalmente se gobierna con la inteligencia. Todos los actos libres y todas las palabras pronunciadas dejan huella. Plauto se enojaba por el abuso de la palabra. Escribió: “los que propalan la calumnia y los que la escuchan, todos ellos, si valiera mi opinión, deberían ser colgados: los propaladores, por la lengua, y los oyentes por las orejas” (Pseudolus, I, 5, 12).
Puede ser útil ir a la raíz de las palabras. A veces se usan palabras y no se sabe lo que significan. Por ejemplo: La palabra “buey” significa toro castrado, si se consulta el diccionario dice que es una grosería: (gros); “darle en la madre” es darle en lo que más le duele; “¡qué poca…!”, si terminan la frase es “qué poca madre”, lo que significa que su madre no le educó; la palabra “chido”, en caló significa refinado, exótico, elegante. Chido forma parte del habla de las clases marginadas de la sociedad, pero ha ido subiendo a altos estratos. Cuando los jóvenes dice: “Estoy X” lo dicen no pueden identificar lo que les pasa: “perdí autoestima”, “estoy frustrado”…
La pereza, junto con el desorden de las pasiones es la causa de que el mundo sea tan distinto de cómo debería ser. Y también es la causa de que cada ser humano sea tan distinto del ideal que podría haber sido. El verdadero correctivo de la pereza es el espíritu de servicio: la firme decisión de orientar la propia actividad al servicio de los demás. El mejor servicio que podemos hacer a los demás es el acogerles, el tratarles con cariño, de acuerdo con su dignidad humana.
Escribe San Pablo: “No os dejéis seducir: las malas compañías corrompen las buenas costumbres. Despertaos, como es justo, y dejad de pecar” (1 Cor 15,34).
Las costumbres de nuestro entorno tienen un impacto enorme sobre nuestra conducta, probablemente mucho mayor del que imaginamos. El llamar a una persona por una mala palabra tiene resonancia en su interior. Con sus actos, la persona se modela a sí misma.
Lo que decimos tiene un peso grande. Es diversa la bendición a la maldición. Todo eso repercute en la vida de uno y en la de los demás. Pasarse la vida exigiéndose puede parecer incómodo o cansado, pero se trata de un bello modo de vivir. En realidad, es el único estilo de vida coherente con la vida misma, que es lucha, esfuerzo por mantenerse. Sin lucha no hay vida, y tampoco libertad.
La moral es el arte de vivir como una persona humana. La objeción más grave que se suele hacer a la moral cristiana es que “es de otra época”. Es lo que C.S. Lewis llamaba el “prejuicio cronológico”. Es como si se consideraran superadas las puestas de sol sólo porque hace varios millones de años que se producen. Es fácil mostrar que la moral cristiana es la más completa que ha existido nunca. Ha dado espléndidos frutos de heroísmo y belleza. Pasar de largo sin probarla sería una locura.
No lo olvidemos: el lenguaje cala. Toda palabra tiene un peso: para bien o para mal. Y, si se nos pedirá cuenta de toda palabra inútil, imaginemos qué será si esa palabra no es sólo inútil, sino ofensiva.
La fuerza del lenguaje
En el lenguaje está implícita una cosmovisión, una cultura, un modo de entender el mundo. El lenguaje crea cultura.
El lenguaje es una dimensión natural de toda persona humana. El lenguaje sirve para que el ser humano se apropie de un objeto y del mundo, por eso hay que defenderlo. Si se emplean palabras con otro significado, se manipula. Para conocer la realidad el ser humano se sirve de los conceptos, y con ellos poseemos la realidad.
El lenguaje tiene muchas dimensiones. Uno se expresa a sí mismo cuando habla, aunque no hable de sí. ¿Qué es lo más rico en el mundo? La comunicación humana: Entrar en la intimidad de otro porque el otro lo permite. La persona es un ser dialógico, está diseñada para que hable, para que se comunique.
Toda comunicación entre dos personas es bidireccional; el que habla cambia su discurso en función de la persona que escucha. La comunicación gestual también cambia el discurso.
El lenguaje tiene mucha fuerza. Ana Catalina Emmerick escribe: “Todo cuento el hombre piensa, dice y hace tiene alguna vida y continúa viviendo como obra buena o mala. Lo malo hay que remediarlo con la confesión y la penitencia; de otro modo continuarán las consecuencias del pecado sin término” (tomo X, 478, n. 45).
Para muchas ideologías, no interesa que el hombre piense en la libertad –ni siquiera en lo que él entiende por esa palabra- sino que ésta se convierte en un término operacional para poder manejarla demagógicamente en cualquier contexto.
Ciertas palabras han adquirido así un carácter proteico[1] y anónimo, y son utilizadas por todos, aunque cada uno esté hablando de realidades diferentes. De ahí que hoy se llegue a aberraciones nominales y conceptuales de grueso calibre[2].
Tenía razón Ortega y Gasset al advertir: “¡Cuidado con los términos, que son los déspotas más duros que la Humanidad padece!”. Un estudio, por somero que sea, del lenguaje nos revela que “las palabras son a menudo en la historia más poderosas que las cosas y los hechos” (M. Heidegger[3]). El lenguaje tiene un poder insospechado para orientar el pensamiento y la conducta de las personas y de los pueblos.
Un especialista en revoluciones y conquistas del poder, José Stalin, afirmó lo siguiente: “De todos los monopolios de que disfruta el estado, ninguno será tan crucial como su monopolio sobre la definición de las palabras. El arma esencial para el control político será el diccionario”. ”. Nada más cierto, dice Alfonso López Quintas, a condición de que veamos los términos dentro del marco dinámico de los esquemas, que son el contexto en el que juegan su papel expresivo.
[1] Que cambia de formas o ideas.
[2] Fr. Carlos Llano, Las formas actuales de la libertad, Trillas, México, p. 31.
[3] Cfr. Nietzsche I, Neske, Pfullingen 1961, p. 400, citado en A. López Quintas, El secreto de una vida lograda, Palabra, Madrid 2003, 26.
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