Por P. Fernando Pascual

Existen numerosos libros, audios, programas televisivos, consultores, que ofrecen consejos para mejorar en familia o en el trabajo, para superar cansancios dañinos, para recuperar el optimismo y las ganas de vivir.

Las propuestas son muy variadas y apuntan a diferentes ámbitos: el sueño, la comida, la actividad física, las relaciones con otros, el modo de sentarse, lo que leemos, lo que hablamos, lo que sentimos ante hechos externos.

Por tomar algunos ejemplos entre los muchísimos que existen, reproducimos (en forma resumida) varios que se encuentran en un libro reciente.

Antes de acostarte, lee un poco. Canta y baila contigo. Tómate tiempo para hacer un buen desayuno. Entrena constantemente tu cuerpo. Levántate temprano y disfruta los colores del amanecer.

En general, estos programas suponen dos cosas: necesitamos mejorar, y todos podemos poner en práctica acciones concretas para lograrlo.

Luego, añaden ideas que provienen de diferentes corrientes filosóficas, de intelectuales ingeniosos, de buenos literatos, de psicólogos de fama, de empresarios que triunfan, de “influencers” que están en la boca de muchos.

Si los consejos provienen de varias fuentes, puede llegarse a una mezcla no siempre bien armonizada, o incluso a un extraño coctel que podría llegar a contradicciones dañinas.

En las listas de consejos que se ofrecen, algunos son de sentido común, otros pertenecen a la sabiduría popular, otros abren panoramas nuevos y permiten explorar acciones de las que esperamos mejoras importantes.

Frente al amplio panorama de programas de autoayuda o autosuperación, surge una pregunta: ¿son compatibles con la propuesta cristiana? Es decir, ¿tienen cabida en quien cree en Cristo y pertenece a la Iglesia católica?

La respuesta no puede ser genérica, pues hay consejos que son claramente válidos, mientras que otros pueden resultar problemáticos. Por eso, antes de acoger un nuevo consejo, es oportuno preguntarnos sobre su bondad y sobre si encaja con nuestra fe.

En este tema, hay un punto de fondo que conviene tener presente: a veces las propuestas de autoayuda dejan a un lado una verdad central del cristianismo: solo Cristo salva.

Ello ocurre cuando un libro o un autor que lanza una serie de consejos para mejorar la propia vida, supone explícita o implícitamente que todo se puede arreglar con un cambio de actitudes, de pensamientos y de acciones.

Suponer lo anterior implica una cierta visión que ha sido llamada “pelagiana”. En esa visión, las mejoras dependen fundamentalmente de uno mismo, y Cristo no tendría un gran valor para la propia vida.

Por lo mismo, hay que evitar, a la hora de emprender lecturas o escuchar conferencias para mejorar la propia vida, actitudes de un optimismo exagerado en el que lleguemos a pensar que todo depende de nosotros, y que Dios casi no tiene relevancia en la propia vida.

Evitar este tipo de actitudes no significa rechazar ideas buenas que, de verdad, nos llevan a mejoras en los modos de comer, de trabajar, de organizar el propio tiempo.

Lo importante es reconocer que ningún método, por más bueno que sea, resulta suficiente para curar las heridas más profundas del corazón humana, sobre todo las que conocemos bajo la palabra “pecado”.

Solo Cristo perdona el pecado. Solo Cristo da la vida eterna. Solo Cristo permite la auténtica y definitiva mejora de los corazones, que consiste en romper con el propio egoísmo para luego acoger un Amor que salva y que nos impulsa a amar a Dios y a los hermanos.

 
Imagen de Shahariar Lenin en Pixabay


 

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