Por P. Fernando Pascual

Unos reprochan a los liberales el aumento de pobreza y desigualdades, a nivel nacional e internacional. Otros reprochan a los socialistas por arruinar la economía real y disparar la deuda pública.

Detrás de cada reproche encontramos una idea clave para comprender la vida ética de las personas: hay responsables de muchos daños que vemos en nuestro mundo.

Un reproche puede ser justo o injusto, excesivo o insuficiente, verdadero o falso. Pero siempre supone que la persona reprochada sería culpable porque tenía alguna responsabilidad sobre un ámbito importante de la vida humana.

Si alguien negase la libertad y, por lo tanto, la responsabilidad respecto de las acciones que llevamos a cabo, los reproches perderían su sentido, a no ser que fueran vistos simplemente como un sentimiento de desagrado ante lo hecho por otros.

En realidad, el verdadero reproche busca denunciar lo que otro u otros habrían hecho mal. Lo cual implica dos cosas, entre otras: que el bien y el mal son cosas diferentes; y que las personas son responsables de lo que deciden, incluso hasta el punto de tener que “pagar” por eventuales daños (o ser premiados por beneficios).

Frente a teorías que niegan la libertad humana, o que consideran casi imposible elaborar una propuesta ética válida para todos, los reproches ponen en evidencia ese deseo irrenunciable que nos lleva a superar lo malo en el mundo y a avanzar hacia lo que permita mejoras para todos.

Ha llegado un reproche: un amigo me encara por no haber ayudado a aquel compañero de trabajo. Su reproche despierta en mí el sentido de responsabilidad.

Reconozco que pude haber salido de mí mismo, que pude haberme dado cuenta de lo que le pasaba al otro, que tenía opciones para ayudarle. Asumo mi responsabilidad y agradezco el reproche.

Espero, con la ayuda de Dios, reparar el daño que haya podido causar, y orientar con más decisión mi vida hacia todo aquello que sea noble, justo y bello.

Imagen de sainiya en Pixabay


 

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