Por Ma. Elizabeth de los Ríos Uriarte*

Aunque a todas luces pareciera que hablar del matrimonio y de sus aportes a una sociedad más sana es, en los tiempos actuales, un anacronismo, retornar a esta figura como institución no sólo actual sino valiosa y trascendente para entender nuestro momento presente y trazar posibles rutas que puedan ayudar a reconstruir el tejido social roto es no sólo pertinente sino necesario.

Un vínculo desde la raíz

Desde sus mismas raíces etimológicas: “matri”: madre y “monium” condición o estado, la palabra matrimonio refleja ya una asociación con un vínculo que cuida “maternalmente” es decir, no sólo que atiende lo que ya está, sino que sigue dando vida (una función específica de una madre es dar vida, tener hijos y darles la posibilidad de nacer).

Así, el matrimonio no es sólo una condición temporal que luego desaparece pues, al igual que ser madre no es algo que se elimine ni siquiera ante la muerte del hijo, el matrimonio que adquiere esa función de cuidar y transmitir la vida, establece un vínculo y un compromiso sólido y atemporal.

Ahora bien, el matrimonio, además, tiene dos funciones: establecerse como talante de relaciones humanas duraderas y fundamentadas en el amor y transmitir valores que forjen personas para el bien y buscadoras de la verdad.

Vínculo primero

Sobre la primera función, es decir, el matrimonio como generador de relaciones duraderas basadas en el amor, hay que decir que de éste -el matrimonio- se deriva la conformación de la familia que es, a su vez, reafirmación generosa de nuestra natural sociabilidad.

La familia es entonces el vínculo primero, más íntimo y a la vez, más imperecedero de la construcción de relaciones sociales que tengan a la base la confianza mutua, la afectividad sana que busca el bien y la libertad del otro, que le confirma en su identidad y en su valor como persona y que le prepara, en un ámbito de libertad, para una toma de decisiones responsables que lo lleven a contribuir a la mejora continua de su entorno social y de su comunidad.

Es en la familia donde se convive desde lo que uno es y en donde es más plenamente aceptado y acogido, por ello, los cimientos de la generosidad, la sinceridad, el diálogo transparente y en un entorno seguro provienen del matrimonio y de la familia que éste compone.

Unidos pero individuales

De la segunda función, el matrimonio como transmisor de valores se desprende que estos vayan desde los que versan sobre temas económicos considerando que el matrimonio también une los esfuerzos de dos personas hacia un bien común y practica por ello el ahorro, la buena distribución de los recursos ganados y la justicia en tanto que realiza un plan para que nunca les falte nada.

También los valores que se gestan en el matrimonio son de tipo afectivo al dar testimonio de un compromiso que se funda en una dimensión ontológica y no en las circunstancias particulares de cada uno que pueden cambiar en cualquier momento.

El matrimonio se constituye en una unión de dos personas que, sin perder su individualidad, deciden vivir y experimentarse como uno y, por consiguiente, orientan su voluntad a la construcción de una nueva entidad entre el “tú” y el “yo”.

Por el bien de los dos

No hay que olvidar tampoco los valores cívicos y éticos pues, dada la dinámica que surge en un matrimonio, se requieren normas y principios que orienten la conducta hacia el bien mayor, es decir, hacia la superación de los propios deseos para la búsqueda y consecución del bien de ambos.

Esto, al formar una familia, se les enseña a los hijos a vivir el respeto, la tolerancia, la escucha atenta, y, sobre todo, a entender que cada uno tiene una responsabilidad y que, de no hacerlo, las cosas no salen bien, es decir, de algún modo, la participación también nace con el ejemplo de los padres que, unidos en matrimonio, enseñan a dar y a darse en el ánimo de lograr el bien de todos.

Cuando un matrimonio da ejemplo de estos valores, quienes se encuentran a su alrededor o bien, si tienen hijos, estos, verán en éste un verdadero ejemplo de solidaridad, de justicia, de superación de obstáculos, pero, sobre todo, de que el bien, la verdad y la belleza no se consiguen en solitario sino junto con los otros, siempre acompañados, siempre en comunidad y de ahí podremos entonces pensar que el tejido social necesita reconstruir los lazos personales y comunitarios y volver a formar cuerpo. Nos necesitamos unos a otros y la primera experiencia de esta necesidad se da en el matrimonio.

*Profesora e Investigadora de la facultad de Bioética. Universidad Anáhuac México.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 14 de julio de 2024 No. 1514

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