Por P. Fernando Pascual

Prestamos atención al presente y al futuro, sin dejar a un lado recuerdos del pasado.

Así, llamamos a una persona, mientras pensamos en la comida de mañana. Vemos las noticias y recordamos lo que nos dijo ayer un familiar. Planchamos una camisa y planeamos la visita al médico la próxima semana.

En ocasiones, el presente nos invita a dejar a un lado el futuro: pide toda nuestra atención a un juego electrónico o a una discusión en familia.

Otras veces, el presente nos deja “libres” para otear el horizonte y elucubrar si la semana que viene habrá buen tiempo, y si los precios de la fruta bajarán o subirán de nuevo.

Se nos invita a vivir a fondo el presente, pero el ser humano no puede dejar de dirigirse hacia el futuro, con todos sus misterios y sus promesas, con sus riesgos y sus oportunidades.

El pasado, por su parte, se mantiene como una música de fondo, al surgir con recuerdos que seguramente nos distraen de lo inmediato, pero que pueden ayudar a afrontar mejor los planes para el futuro.

No podemos borrar muchos recuerdos. No podemos poner toda nuestra atención en lo que ahora llevamos entre manos. No podemos dejar de otear el horizonte del futuro.

Vivimos en el tiempo, en una continua “distensión” (según explicaba san Agustín) que nos hace ir “hacia atrás” o “hacia adelante”, mientras tenemos los pies en el ahora.

Lo importante, en este presente que tengo a mi disposición, es aprender a orientarme de la mejor manera posible hacia el futuro, de forma que pueda acoger imprevistos y oportunidades, y conquistar metas buenas, abiertas al amor a Dios y a los demás.

 
Imagen de Margarita Kochneva en Pixabay


 

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