Por Rebeca Reynaud

La experiencia de Dios, hecha por innumerables hombres y mujeres a lo largo de la historia de la salvación, está al alcance de quien ora de verdad. El encuentro personal con Dios es provocado normalmente por el testimonio de la Biblia, leída en la Iglesia con las luces del Espíritu Santo. La “experiencia creyente” se halla, por tanto, en estrecha relación con la fe y la vida eclesiales, y contribuye a que la teología no sea una actividad puramente intelectual o erudita. Esta experiencia nutre la actividad teológica y es una garantía de su recta orientación (José Morales. Introd a la Teología).

La experiencia cristiana se refiere en concreto a un conocimiento de Dios y del misterio salvador, logrado por el contacto de alguna manera inmediato con esas realidades. Comporta una dimensión práctica, y así puede decirse que “es la vida cristiana en ejercicio” (A. Guerra).

Jesús le dijo a Faustina Kowalska: “No quiero castigar a la humanidad dolorida, pero deseo sanarla, presionándola contra mi Corazón Misericordioso. Yo uso el castigo cuando ellos mismos me obligan a hacerlo; Mi mano se resiste a empuñar la espada de la justicia. Antes del Día de la Justicia envío el Día de la Misericordia. Prolongo el Día de la Misericordia por amor a los pecadores. ¡Pero ay de ellos si no reconocen este tiempo de mi visita!” (Diario, n. 1261).

Abraham, Moisés, David, Amós, Isaías, Jeremías, … han tenido en su llamamiento una inefable experiencia de Dios, que se convierte en ellos en una realidad vital más importante que ellos mismos. Ha sido una experiencia transformante, inseparable de su vocación y de su misión.

La experiencia del Dios vivo se continúa en el Nuevo Testamento en la experiencia que los discípulos hacen de Jesús y con Jesús. Estas vivencias culminan en la experiencia de la Resurrección.

La fe posee una tendencia intrínseca a la experiencia y a la visión mística, que es como la antesala y la anticipación de la visión bienaventurada. San Pablo tuvo su propia experiencia, y luego escribe: “No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2,20).

Hacia el año 988, según la «Crónica de Néstor», llamada también «Crónica de los tiempos antiguos» (o incluso «Crónica de Radziwill»), Vladimiro, Príncipe de Kiev, envió legados a diversos pueblos para que comprobaran qué clase de culto religioso rendían a Dios, y ver así cuál de ellos escogería. Los legados fueron a los búlgaros (= del Volga), musulmanes, y volvieron consternados de lo que hacían en las mezquitas. Fueron luego a los germánicos, cristianos latinos, y encontraron que su culto era frío, sin sentimiento. Finalmente, se dirigieron a Constantinopla, donde les recibió el Emperador. Éste se alegró y, poniéndose en contacto con el Patriarca, le avisó: «Los de Rus (= los de Kiev) han venido a indagar acerca de nuestra fe. Disponed el templo y a los ministros del Señor y revestíos con vuestras vestiduras sacerdotales para que puedan ver la gloria de nuestro Dios». El Patriarca convocó a los ministros del Señor y, según la costumbre, celebraron un Oficio festivo. Prendieron los incensarios y convinieron con el coro para que entonara los cánticos de la himnodia sagrada. El Emperador entró con los Legados en el templo y los situó en un lugar abierto, mostrándoles la belleza del edificio, el canto y el culto que los sacerdotes, diáconos y ministros rendían al Señor; les habló del servicio divino. Los Legados quedaron profundamente asombrados y se maravillaron de los divinos Oficios. A su regreso a Kiev dijeron a Vladimiro que lo que habían contemplado en Constantinopla no podía expresarse fácilmente en palabras, y que, durante la celebración litúrgica “no sabíamos si se estábamos en el cielo o en la tierra. Nunca hemos visto tanta belleza (…) No podemos describirlo, pero esto es lo que podemos decir: allí Dios habita entre los hombres”.

La experiencia de los legados del príncipe Vladimiro de Kiev no se ha extinguido, sigue siendo actual. También hoy, las celebraciones litúrgicas son para muchos, momentos intensos.

Dios es mayor que cualquier experiencia que podamos hacer de Él. El don divino es infinitamente superior a la capacidad humana de acogerlo. Es Dios quien lleva la iniciativa, y así podemos considerarle más sujeto que objeto de nuestra experiencia. De nada sirve buscarla si Dios no la concede graciosamente según su amor y beneplácito. Es la enseñanza de la Escritura, donde Dios se manifiesta a los personajes bíblicos antes de que expresen el deseo de experimentarle. En esa experiencia, Dios desborda cualquier expectativa humana, y desbarata cualquier plan preconcebido.

La experiencia de lo divino es también paradójico. No es siempre una experiencia de la luz y del consuelo espiritual. Es también vivencia de la Cruz y del “abandono” de Dios. Se manifiesta en la “noche oscura”, que es una experiencia de la no-experiencia, según un modo negativo de la cercanía de Dios.

La experiencia espiritual es una percepción particular del misterio. Es por tanto, inefable, y no del todo comunicable. El criterio práctico para discernir la experiencia tiene raíz evangélica: “Todo árbol se conoce por sus frutos” (Lucas 6,44). La coherencia de vida no se detiene en metas de santidad personal que no sean a la vez metas de servicio a los demás.

Un criterio de certeza acerca de la genuina experiencia religiosa es que cambia la percepción que el creyente tiene de sí mismo. Después de la visión de Dios, Isaías se declara “un hombre de labios impuros” (Isaías 6,5), y después de la pesca milagrosa, San Pedro se percibe como pecador (Lucas 5,8).

 
Imagen de Yuliya Harbachova en Pixabay


 

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