Por Arturo Zárate Ruiz
No comparto la extendida opinión que reduce la hermosura a mero gusto, moda o capricho pasajero de un grupo o sujeto. Aristóteles respondió a un estudiante simplón que le preguntó por qué le atraían las personas guapas: «Esa pregunta sólo la haría un ciego». Basta mirar y admirar.
Si eres ateo, la perfección matemática del cuerpo humano debería sacudir tu incredulidad. Se necesitó de Dios para producirla. Miguel Ángel y, particularmente, Leonardo da Vinci estudiaron tan asombroso diseño. Este último lo explicó gráficamente con su Hombre de Vitruvio, en el cual se ilustra lo que parece imposible, la cuadratura del círculo, y se demuestra la proporción áurea que guardan entre sí las más mínimas partes de esa figura.
Ciertamente, no todos gozamos esta proporción. Algunos sufrimos la improporción burda. Una vez fui al hospital y el médico, con pasmo, revisó mi pie: «Se encuentra muy muy mal». Le tuve que explicar: «El pie lastimado es el otro».
Sea lo que fuere, la hermosura la estimamos mucho. Lo más común en el cine y en las series de televisión son las muchachas y muchachos guapos (muy jóvenes porque entonces gustan más). Ni a Richard Kiel (el Mandíbulas) ni a Robert Englund (Freddy Krugger) los eligirán para publicitar el perfume Beau Garçon; sí, a Timothée Chalamet para vender Bleu de Channel. A aquéllos los escogen como “malos”; a otros, como a Cantinflas y a Miguel Galván (La Hora Pico) para filmes o programas graciosos por su cara de chiste. Pero los guapos y las guapas son en cualquier pantalla los más para asegurar amplias audiencias y nos agrade verlos.
Y los imitemos en su forma de vestir, peinarse y aun de caminar. He allí la multitud de chavales que, fans de Peso Pluma, quisieran lucir como él y, con su corte de pelo, acaban pareciéndose más bien al Pirrurris (Luis de Alba). Sucede que la hermosura no sólo atrae, sino también vende productos, ideas y ciertamente modas. Pero se nos olvida que «moda, a quien le acomoda»; es más, que, para devengar su salario, los guapos y guapas de la tele deben extenuarse más de ocho horas en el gimnasio, sufrir peores dietas que las de un faquir, y aguantar un entrenador que los tortura más que un cómitre. Libérese él o ella de su supervisión, y acaban como Leonardo DiCaprio (el de Titanic) con panza de barril.
Por lo que no destacar por bonito se lo debo agradecer a Dios. Y si aún deseara la guapura, ni olvido que son muchas las otras bendiciones que he recibido, ni que hay maneras de no lucir tan mal. Cuando me casé, por bien vestido, incluso mi misma suegra admitió que hasta parecía guapo.
En este sentido, Baltasar Gracián, un jesuita español del siglo XVII, recomienda el aseo y el aliño. Nos dice:
«Venció la fealdad a la belleza, muchas veces socorrida del aliño, y malogróse otras tantas por descuidada la hermosura; fíase de sí la perfección y siempre los confiados fueron vencidos. Cuanto mayor la gala, si desaliñada, es más deslucida, porque la misma bizarría está pregonando el perdido aseo; contigo, al fin, lo poco parece mucho y sin ti lo mucho pareció nada».
«Frustrada quedaría lastimosamente la buena elección de las cosas si después las malograse un bárbaro desaseo, y es lástima que lo que merecieron por excelentes y selectas lo pierdan por una barbarie inculta… un tosco desaliño».
«Hállanse hombres naturalmente aliñados en quienes parece que el aseo no es cuidado, sino fuerza; no perdonan el menor desorden en sus cosas; es en ellos connatural la gala, así interior como exterior; tienen un corazón impaciente al desaliño».
Del aseo y el aliño concluye:
«Tus hermanos fueron el Despejo, el Buen Gusto y el Decoro, que todo lo hermosean y todo sazonan, no sólo la corteza exterior del traje, sino más el atavío interior, que son las prendas los verdaderos arreos de la persona».
Gracián nos pone así en claro la importancia no sólo del aseo exterior, también del interior: juntos nos revisten de una hermosura que es la misma santidad.
Imagen de Jose Daniel Cascante Zuñiga en Pixabay