Por P. Fernando Pascual

Apenas había bajado del autobús, cuando notó que la cartera ya no estaba en el bolsillo.

En seguida, aquella persona pensó quién habría podido robarla. Recordó una sospechosa pareja que estaba muy cerca de él durante más de 10 minutos del trayecto.

Ella tenía la mirada distraída, de vez en cuando hacía un gesto hacia él; por su parte, él movía una cámara con la que parecía estar grabando lo que encontraba fuera de la ventana.

La víctima del robo sentía rabia por su descuido. Tenía que llamar a la policía para denunciar el hecho, y al banco para bloquear la tarjeta de crédito. Luego habría que hacer todos los trámites para renovar los documentos.

Cuando iba a empezar las llamadas, sonó el teléfono. De la otra parte le saludaron y le preguntaron su nombre. Tras la respuesta afirmativa, escuchó lo siguiente:

“Mire, mi hijo encontró en el suelo de la Plaza Mayor una cartera y me la entregó. Vi que era de Ud. No sé cómo se la podría hacer llegar”.

La “víctima” sintió la sorpresa y la alegría de aquella noticia. Al poco tiempo, la cartera estaba en sus manos con todos los documentos y el dinero.

Esta pequeña historia, basada en un hecho real, habrá ocurrido a más de uno. Al perder una cartera, en seguida pensamos en un posible robo, incluso empezamos a buscar quién haya sido el ladrón.

Luego descubrimos que nuestros pensamientos eran erróneos y que acusamos a algún inocente que estuvo con nosotros en el autobús. También descubrimos, con gratitud, que todavía hay personas honestas que devuelven lo que encuentran perdido en la calle.

Por desgracia, muchas veces la cartera desaparece porque alguien la robó. Pero antes de lanzar condenas sin pruebas contra posibles culpables, vale la pena dejar que pase el tiempo por si la cartera simplemente se nos cayó en la oficina, en un bar o por la calle…

 

Imagen de Roy Buri en Pixabay


 

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