Por P. Fernando Pascual

Aquellos tres jóvenes bajaron al río a tomarse unas fotos. Habían pasado densas nubes, y ahora brillaba un sol magnífico.

Arriba, en la montaña, se había desatado un fuerte aguacero. De repente, el agua del río empezó a subir.

Los jóvenes pensaron que sería algo fugaz. Se mantuvieron dentro de una especie de pequeña isla para tomar más fotos.

Pero el flujo de agua aumentó y los rodeó. Sintieron miedo. Llamaron a emergencias, pues uno no sabía nadar, y los otros dos prefirieron quedarse con él.

Llegaron los bomberos. Intentaron varios sistemas de rescate. Un cable no llegó a los jóvenes. La escalera era insuficiente.

Llamaron a un helicóptero. El caudal había aumentado peligrosamente: ya no era posible escapar a nado.

El helicóptero llegó tarde: la fuerza del río arrastró a los jóvenes, que murieron ahogados o por culpa de los golpes con rocas y maderos.

Una historia así deja un profundo dolor en familiares, amigos, rescatistas, y otras personas más o menos cercanas.

Incluso el drama se hace mucho más intenso cuando se constata que habría sido tan fácil evitar esa tragedia: bastaba con que los jóvenes no hubieran entrado en el cauce del río, o hubieran salido apenas vieron que bajaba agua turbia desde la montaña.

Lo mismo se puede decir de los socorristas: si hubieran llegado antes, si el helicóptero hubiera despegado de una base más cercana…

Un momento así invita a la oración, al acompañamiento de los familiares, a la confianza en Dios. También invita a reflexionar sobre los sistemas de intervención ante emergencias: siempre pueden pensarse maneras ágiles y eficaces para situaciones parecidas.

La tragedia ya ha ocurrido. Junto a la pena, hace falta afrontar el duelo y seguir adelante, con un deseo intenso por ayudar a otros en situaciones parecidas, y por acompañar a los muertos en ese momento decisivo de su encuentro con Dios Padre.

Imagen de Charwin Acebuche en Pixabay


 

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