Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.

Es un verdadero escándalo las prácticas religiosas que están atentas a lo meramente exterior; cuando se ‘honra con los labios y el corazón está lejos de Dios’ (Mc 7,1-23).

A la larga no importa propiamente Dios, sino otros intereses, que pueden ser complacer a los demás en la línea detestable del neofariseismo.

No podemos resistirnos a la conversión sincera del corazón para dejar a un lado el proyecto de Jesús, que es el mismo proyecto del Padre: un mundo según el corazón maravilloso de Dios.

A veces importan más los convencionalismos sociales: matrimonios, bautismos, primeras comuniones, con un carácter eminentemente social. No importa la realidad del sacramento como encuentro con el Señor glorificado, sino las fotos, los reportajes, lo meramente exterior y superficial.

No se prepara el corazón para el verdadero encuentro gozoso, humilde, sincero con el Señor glorificado.

Les molesta esa palabra elocuente que nos invita a la verdadera conversión del corazón que nos dispone a ese encuentro con el Señor, pues importa más el ambiente secularizado y mundano de la fiesta. Se vive propiamente la praxis religiosa como algo meramente exterior y propio de la costumbre.

Pero el Señor nos invita a vivir en el espacio mas pleno de la libertad en el cual lo esencial es el mutuo amor y el amor pleno, no la exterioridad de la costumbre, aunque sean respetables las prácticas religiosas de nuestros padres, hemos de dar personal acogida a Jesucristo nuestro Señor y a su palabra.

Por supuesto el Evangelio del Señor, debe ser leído, celebrado, proclamado y vivido en comunión con la Iglesia de ayer y de hoy cuyo horizonte es la eternidad. La fe que recibimos, como adhesión plena a Cristo muerto y Cristo resucitado no es una teoría, es una vida que merece ser vivida y así ser trasmitida.

No es más cristiano el tristemente progresista avanzado o el tristemente tradicionalista defensor de la ortodoxia, sino aquel cuyo corazón esta abierto a la comunión con el Cristo real en la Iglesia, cuyo corazón se convierte día a día en dar el culto en espíritu y en verdad al Padre cuyo beneplácito se centra en la entrega total de su Hijo, que se prolonga en sus seguidores en una vida justa, apegada a la verdad y a la misericordia.

El culto que agrada a Dios Padre, procede de la sinceridad del corazón que vive la plena comunión con su Hijo.

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