Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
La fisonomía litúrgica de la Eucaristía, toma su carácter originalmente de la cena pascual del pueblo de Israel. De ahí la dimensión de sacrificio, de banquete, de comunión, de memorial como actualización de su liberación, de acción de gracias y de alabanza.
Este pasaje del Evangelio de San Juan 6, 52-59, constituye la promesa que se cumplirá antes de la pasión y muerte del Salvador en la institución misma de la Nueva Pascua de la Nueva Alianza, la Santa Eucaristía, que narran propiamente san Mateo, san Marcos, san Lucas y del mismo san Pablo que testifica que ha recibido esta ‘tradición’ ( cf 1 Cor 11, 23-26). En su lugar san Juan pone el lavatorio de los pies para recalcar la dimensión concreta del servicio como prolongación de la Eucaristía en la vida de amor fraterno de servicio y de entrega a los demás; es decir, actualizar y prolongar el misterio de la Eucaristía en la propia vida.
Comemos el Pan de la Palabra y el Cuerpo y la Sangre del Señor; bajo estos dos aspectos comulgamos al Señor, inmolado y resucitado en la ‘mesa del Señor’ como lo afirma san Pablo (cf 1 Cor 10, 21). ‘Por eso, cada vez que comen de este pan y beben de esta copa, anuncian la muerte del Señor hasta que él vuelva’ (1Cor 11, 26). Este es anticipo, real, sustancial, bajo el sacramento que tendrá su plena realización al final en la gloria eterna: ‘Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero ‘(Ap 19, 9). Por eso una vez realizada la consagración en la misa proclamamos: ‘este es el misterio de la fe’, ‘este es el sacramento de nuestra fe’- ‘anunciamos tu muerte proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús’.
Nuestra vida debe ser signo elocuente de la espera del Señor hasta que el vuelva. Por eso la Eucaristía no solo es memoria y presencia, sino profecía que apunta a su plenitud en la gloria celestial.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice palabras luminosas de comulgar al Señor (nº 1391), ‘para probar y gustar cuán bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él’:
‘La comunión acrecienta nuestra unión con Cristo. Recibir la Eucaristía en la comunión da como fruto principal la unión íntima con Cristo Jesús. En efecto, el Señor dice; “Quien come mi Carne y bebe mi Sangre habita en mí y yo en él” (Jn 6, 26). La vida en Cristo encuentra su fundamento en el banquete eucarístico; “Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mi” (Jn 6, 57).
Y continúa el mismo Catecismo, citando al Fanqith, del Oficio siriaco de Antioquía, ‘Cuando en las fiestas del Señor los fieles reciben el Cuerpo del Hijo, proclaman unos a otros la Buena Nueva de que se dan las arras de la vida, como cuando el ángel dijo a María Magdalena: “¡Cristo ha resucitado!”. He aquí que ahora también la vida y la resurrección son comunicadas a quien recibe a Cristo’.
La Eucaristía, Jesús mismo inmolado y glorificado, verdadera locura del amor de Dios, supera toda necedad e insensatez los sabios miopes, que se cierran a la dimensión maravillosa de la fe en las Palabras de Jesús ‘quien me come vivirá por mí’ y ‘yo lo resucitaré el último día.
En una palabra, en la Eucaristía probamos y gustamos al Señor. En la medida que se dé mayormente la purificación del corazón y se acreciente la vida del Espíritu Santo en nosotros, este saborear al Señor, será más intenso y profundo, será gozar ya el cielo en el propio ser.
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