Por Muricio Sanders

Además de unos vencidos y unos vencedores, en el origen de México están los Doce, grupo de franciscanos que, en los años inmediatamente posteriores a la Conquista de 1521, constituyeron la Orden de Frailes Menores en estas tierras. Con aprobación de los papas León X y Adriano VI, los Doce fueron escogidos a mano por el rey Carlos I, a instancias de Hernán Cortés quien, a pesar de sus ambiciones mundanas, fue creyente sincero.

Encargados de traer el Evangelio al Nuevo Mundo, los Doce, provenientes de España, Flandes e Italia, fueron hombres con altísimo nivel de formación intelectual, pero comprometidos en sus nervios y tendones con los ideales de san Francisco de Asís. Eran hombres enamorados de la Dama Pobreza que se agarraban a besos con la Hermana Lluvia. Por amor a Dios, estaban dispuestos a ser como juglares, arlequines, saltimbanquis y hasta bufones.

Los Doce sembraron en América lo mejor de Europa, es decir, lo mejor de griegos, romanos y judíos, pero también de las antiguas Galias y la Germania. Como algunos eran españoles, también trajeron lo mejor de la cultura islámica que se depositó en la Península Ibérica. Trajeron matemáticas, pero también melocotones; trajeron ingeniería, pero también berenjenas. Trajeron un efectivo y eficaz régimen de derecho, que reconocía en los indios su plena condición de hijos de Dios y, por lo tanto, vasallos de la Corona de España.

Los Doce concibieron un método para ejecutar su obra de evangelización. En una situación desconocida, diseñaron su método desde sus fundamentos en dos instituciones educativas, el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco, destinado a la formación de los hijos de la nobleza indígena, y el Colegio de San José de los Naturales, concebido para la educación de los plebeyos.

El método, que contradecía de cabo a rabo el cliché de una religión impuesta por la fuerza, pronto se extendió en la vasta circunferencia que comprende al Popocatépetl y el Iztaccíhuatl. Ese círculo de centenas de miles de kilómetros cuadrados coincide con las amplias, pobladas y disímiles regiones donde estaba implantado el Imperio azteca y que, después de la Conquista, se convirtió en el Reino de la Nueva España.

El jefe de los Doce fue fray Martín de Valencia. Sus compañeros fueron los frailes Francisco de Soto, Martín de la Coruña, Juan Juárez, Antonio de Ciudad Rodrigo, Toribio de Benavente, García de Cisneros, Luis de Fuensalida, Juan de Ribas y Francisco Ximénez. A estos frailes presbíteros se unieron dos laicos de la Primera Orden Franciscana: Andrés de Córdoba y Juan de Palos.

Mientras que estos se organizaban en las montañas de Extremadura para hacerse a la mar, en Flandes Juan de Tecto, confesor de Carlos I, pidió licencia para ir a América. Al padre Tecto se unieron Juan de Aora y Pedro de Gante, hermano lego que no había aceptado el sacerdocio por humildad. A este núcleo, se adhirieron fray Juan de Zumárraga y fray Bernardino de Sahagún.

Los Doce fraguaron el proyecto de construir codo a codo con los indios una sociedad feliz fundada en los principios evangélicos. Hicieron de México su destino y vocación. Se rindieron al país al que llegaron. Amaron a los hombres, varones y mujeres, ancianos y niños, entre quienes trabajaron. Los antiguos mexicanos correspondieron. Si los modernos también lo hiciéramos, otro gallo nos cantara.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 11 de agosto de 2024 No. 1518

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