Por P. Fernando Pascual
Nos ocurre y nos da mucha pena: queríamos dar una mano y al final creamos un problema.
Pensemos en una escena sencilla: voy a la cocina para ayudar en la limpieza. Hago un movimiento hacia la izquierda, y con el codo derecho golpeo un vasija llena de salsa…
Mi gesto de ayuda ha terminado en generar trabajo: hay que recoger los cristales rotos y la salsa desparramada por el suelo de la cocina.
La escena anterior es sencilla, casi familiar. Pero en ocasiones los daños “por ayudar” se producen en temas que afectan seriamente a otras personas.
En estas situaciones, junto a la pena por el daño ocasionado, puede surgir una idea que tiene apariencias de humildad: mejor no ofrecerme a nuevos gestos de ayuda para no crear problemas.
Esa idea incluye algo de verdad: como dice el refrán, mucho ayuda el que no estorba. Pero corre el riesgo de encerrarnos en una especie de prudencia miedosa que nos impida ayudar en tantos asuntos de la vida cotidiana.
Cuando hemos provocado un daño por imprudencia, descuido, o simplemente por torpeza, no podemos quedarnos atorados. La vida sigue adelante.
Tras lo ocurrido, lo primero será siempre reparar daños, pedir disculpas, ajustar las cosas a la nueva situación.
Luego, podemos aprender a vivir más atentos, a calibrar prudentemente las propias fuerzas y posibilidades, a evaluar bien las cosas antes de ponernos a ayudar.
Por último, esperamos que ese gesto de haber ayudado que ha causado un problema, vivido en un ambiente sano de cariño, se convierta en un paso en ese camino sencillo de acogernos mutuamente en los pequeños errores que todos cometemos, y que se sobrellevan mejor desde la humildad y el perdón mutuo.
Imagen de Steve Buissinne en Pixabay