Por P. Prisciliano Hernández Chávez, CORC.
Vivimos sometidos a la tiranía de las palabras huecas, a las imágenes perturbadoras y a las noticias buenas, malas o superficiales.
El poeta con pocas palabras, nos dice mucho, como León Felipe (1884-19689):
“¡Qué pena si este camino fuera de muchísimas leguas y siempre se repitieran los mismos pueblos, las mismas ventas, los mismos rebaños, las mismas recuas! ¡Qué pena si esta vida tuviera-esta vida nuestra-mil años de existencia! ¿Quién la haría hasta el fin llevadera? ¿Quien la soportaría toda sin protestar? ¿Quién lee diez siglos en la Historia y no la cierra al ver las mismas cosas siempre con distintas fechas? Los mismos hombres, las mismas guerras, los mismos tiranos, las mismas cadenas, los mismos farsantes, las mismas sectas ¡y los mismos poetas! ¡Qué pena, que sea así siempre de la misma manera!” Y también: “sé todos los cuentos. Yo no sé muchas cosas, es vedad. Digo tan solo lo que he visto. Y he visto: que la cuna del hombre la mecen con cuentos… Que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos… Que el llanto del hombre lo taponan con cuentos… Que los huesos del hombre los entierran con cuentos… Y que el miedo del hombre… ha inventado todos los cuentos. Yo sé muy pocas cosas, es verdad. Pero me han dormido con todos los cuentos …Y sé todos los cuentos”.
Ante este panorama desolador de la historia y de las palabras. “Palabra, voz exacta y sin embargo equívoca; oscura y luminosa; herida y fuente: espejo y resplandor; resplandor y puñal, vivo puñal amado, ya no puñal, si mano suave: fruto”, de Octavio Paz.
Necesitamos ante tantos cuentos, ante tantos tiranos y ante tantas recuas, a Aquél que es la Palabra-Logos, Jesús, que tiene palabras de vida eterna (cf Jn 6, 60-69), para no desesperar y seguir bajo su palabra luminosa y su camino que conduce a la paz.
No más alianzas con ideologías políticas trasnochadas y de cuño limitado a lo finito y al tiempo, sino una gran fidelidad al Evangelio de Jesús quien nos lleva al amor apasionado al Padre y a los hermanos, los humanos, en el tiempo con proyección de eternidad.
No se puede vivir solo de certezas que dan seguridad en la inmediatez; el ambiente cultural nos zarandea. Necesitamos la honda sinceridad del corazón, -Dios ama al sincero de corazón, para encontrarnos con Jesús, el que tiene palabras de vida eterna, de modo que exista un encuentro personal con él que nos lleve al gran discernimiento y a las grandes decisiones de la vida, para no ser paja que arrebata el viento a toda suerte de opiniones por muy ilustradas y doctas que sean.
Es Jesús cuya presencia y Evangelio nos ofrece lo esencial de la vida, lo que no pasará. Pues el cielo y la tierra pasarán, pero las palabras de él no pasarán.
No podemos reducir la fe a disquisiciones moralistas, porque la moral de Jesús implica una moral suprema del amor de total entrega, no de pichicatos neofariseos; ni podemos reducir la fe a doctrinas bien estructuradas, pero frías, que no impliquen directamente el Evangelio, las palabras de vida eterna y de la vida que enmarcan nuestro contexto y nuestra historia.
Ante las dudas, es el Espíritu Santo quien nos da esa certeza interior para adherirnos a Jesús, perennemente nuevo.
Así, con la sinceridad de Pedro y del Papa Francisco hoy, hemos de decir desde lo profundo de nuestro ser y de la real sinceridad: ‘Señor ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna’.
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